
La implementación del teletrabajo no solo vulnera las condiciones de trabajo que acordaron empleadores y empleados cuando pactaron su relación laboral –condiciones que, de por sí, ya estaban viciadas por la necesidad económica–, sino que además disminuye el salario de estos últimos de forma indirecta, a la par que aumenta las ganancias de los primeros, mediante el traspaso de las costas operacionales a los segundos. Gracias al teletrabajo, el empleador se ahorra los gastos inherentes al desarrollo de su negocio, como son, por ejemplo, el desgaste del mobiliario y los servicios básicos. Pero como dichos gastos no desaparecen, cabe preguntarnos: ¿quién los paga? La respuesta es clara: los trabajadores.
El traspaso de labores al domicilio de los trabajadores también acarrea el traspaso de las costas asociadas al cumplimiento de dichas funciones. Así, parte de los llamados “gastos operacionales” dejan de correr por cuenta del empleador, volviéndose responsabilidad de los empleados. Por tanto, lejos de tratarse de un fenómeno contingente –ante el caso, asociado a la pandemia del coronavirus–, la implementación del teletrabajo responde a una de las tendencias históricas fundamentales del capitalismo: la disminución salarial. Disminuyendo los salarios, la burguesía compensa la caída en sus tasas de ganancia –que no necesariamente implican pobreza, pero sí una merma en la acumulación de dinero–, cargándole al proletariado el peso de sus crisis. Eso quiere decir que, con pretexto en el coronavirus, estamos en presencia de una medida propia del régimen capitalista, concebida para garantizar las condiciones de su reproducción.
La implementación del teletrabajo ya estaba en la mira del FMI mucho antes que estallara el coronavirus. No obstante, debido a la envergadura de sus vulneraciones –que nos devolvían a un régimen laboral similar al de las hilanderas durante el siglo XIX–, difícilmente podría implementarse sin recibir una dura resistencia en cada país. No obstante, debido al escenario social que generó la pandemia, la burguesía internacional aprovechó para avanzar bastante en esta materia, sirviéndose de la calma que le otorgó la desmovilización popular para realizar sus reformas laborales. Por tanto, lejos de tratarse de una medida provisoria concebida para “mantener a las naciones andando durante el coronavirus”, el teletrabajo es uno de los tantos recursos utilizados por el capitalismo para mantener el régimen de explotación que lo alimenta.
Dicho esto, solo basta preguntarnos quién pagará la cuenta de la luz en el teletrabajo para descubrir los intereses involucrados tras su implementación. Por esa razón, además de resistir sus embates, urge denunciar esta realidad, haciendo que la población comprenda de qué se trata. No olvidemos que, junto a la disminución salarial, el teletrabajo merma las condiciones sociales que requieren los trabajadores como clase para enfrentar a sus patrones, debilitando sus instrumentos de combate. Encerrados en sus casas, separados entre sí, los obreros pierden el contacto directo que necesitan para organizarse en sindicatos u otras agrupaciones idóneas para responder colectivamente a sus adversarios. Aunque útiles, las redes virtuales no suplen el encuentro presencial ni la organización popular, pues carecen de la fuerza necesaria para frenar los excesos empresariales o estatales. De ahí que también debamos preguntarnos por sus respectivos límites, o de lo contrario, no percibiremos la gravedad de los efectos sociales atomizadores del teletrabajo.
Considerando lo anterior, es indispensable repetir la pregunta que titula esta intervención: ¿quién pagará la cuenta de la luz en el teletrabajo? De ese modo, podremos entender qué se juega realmente en su implementación, a la vez que generar las herramientas para revertirla.