Ruidos de dolor nocturno

Fecha:

Año 1969. Chile. El grupo iba decidido. Ya habían ubicado un lugar en dónde encontrar su presa. Se adentraron en Puente Alto, en el campo y encontraron lo que andaban buscando. Era un gran caballo que pastaba en los terrenos de una hacienda. Los jóvenes, acostumbrados a tratar con animales, se lanzaron sobre él como leones. El animal no tuvo tiempo de escapar. Rápidamente le pusieron una capucha para tapar su vista. Ya ciego, el equino se entregó indefenso a sus captores. Una frazada vieja les sirvió de montura. Con cuerdas lo ataron y guiaron lejos de la tierra de sus dueños. Caminaron durante horas por senderos pedregosos, llenos de malezas. Atravesaron acequias. Los árboles eran los únicos testigos de sus pasos. La luna brillaba y les permitía ver el camino. El viento les enfriaba las manos y los rostros. El animal respiraba fuerte, cansado y con sed, igual que los hombres que lo forzaban.

Uno de ellos preguntó adónde lo llevarían. Los demás guardaron silencio. No podían llevarlo al matadero. A esa hora estaba cerrado. Si hubiera sido de día, de inmediato lo habrían vendido por unos cuantos billetes. Tampoco podían ofrecerlo a otros posibles compradores. Si los pillaban podían denunciarlos a Carabineros, y los llevarían otra vez detenidos. Y ellos no estaban dispuestos a recibir una vez más los malos tratos de los pacos, que, en ocasiones anteriores, descargaron en ellos brutales golpizas, que soportaron sin quejarse, porque eran hombres. Los enfurecía recordar su paso por esos calabozos putrefactos, húmedos, oscuros, en que los tuvieron hacinados, debiendo orinar y defecar en el piso, amontonados junto a otros presos. Evitarían de cualquier forma repetir esas experiencias, incluso matando al que osará detenerlos.

La idea, que en principio era buena y motivó a los muchachos a actuar, se volvió pésima con el paso de las horas. ¿Qué podían hacer con el animal? Mantuvieron un silencio cómplice, caminaban alertas. Tal vez habría sido mejor ir al boliche cercano a su hogar en la comuna de La Granja, comprar unas cajas de cervezas y beber hasta emborracharse. O ir a una fiesta en casa de algún amigo, a buscar mujeres, para luego perderse con ellas en alguna habitación. En un momento se rompió el silencio. 

  • ¿Qué vamos a hacer entonces? dijo uno de los del grupo.
  • Llevémoslo pa’ la casa de mi amá no más.
  • ¿Estai’ seguro? ¿No te van a armar cuática?
  • No, mi amá no se mete. Si le paso unas mone’as no hay drama.

Acordaron llevarlo allá. Muy a lo lejos comenzaron a distinguir los bordes de la ciudad, iluminada débilmente por el alumbrado público. Lentamente fueron dejando atrás la oscuridad del campo. La luz amarilla de los postes los rozaba y proyectaba en el suelo una débil sombra, a medida que caminaban por el sector sur de Santiago. Divisaron la iglesia de San Francisco y el edificio de madera de la municipalidad de La Granja. Tomaron rumbo hacia el norte por la calle Santa Rosa. Doblaron frente a la vulca’ del “burro” y llegaron al pasaje Santa Juana.     

La noche cubría con su manto negro la ciudad. Era tarde, no andaba nadie en las calles. Solo algunos conocidos parados en la esquina del pasaje, fumando y bebiendo del ‘sonrisa de león’. Ellos los saludaron al pasar, con el respeto que se le tiene a quien se teme.

Le pusieron unos calcetines viejos al caballo. A pesar de eso, sus pisadas firmes y musculosas hacían retumbar la tierra. Y el sonido de su respiración agitada rompía el silencio nocturno.

  • Se siente como si fuera un caballo. ¿Pero cómo va a haber un caballo por acá?, pensaron los vecinos del pasaje.

Rápidamente entraron a la casa ya que la puerta de la calle no tenía puesto el candado. En ese momento salió la madre de dos de ellos. Con su mirada, mezcla de profundo odio y rabia, les dijo:

  • Ya que llegaron me voy a dormir. Traten de no meter bulla pa’ que no despierten a tu papá. Ya saben cómo es, se pasa a tomar con sus amigos y llega cura’o… al menos ya está durmiendo.
  • Ya amá, no se preocupe, vaya a acostarse. La vamos a hacer corta.

Ella se alejó para intentar dormir, cerrando una puerta de madera.

El matadero había sido una escuela brutal. Allí se volvieron indolentes al sufrimiento de los animales y de los hombres. Su padre, mueblista, se tomaba toda la plata, no hacía nada para parar la olla. Ellos debieron, desde muy jóvenes, seguir el camino del matarife para poder sobrevivir.

El equino, tiritando de miedo -porque intuía lo que le pasaría- se orinó y defecó justo antes que le dieran un mazazo en la frente. El animal cayó sobre el piso de tierra de la pieza. Ahí comenzaron a faenarlo, con grandes y afilados cuchillos de matarifes. La bestia relinchó de dolor por última vez, mientras sentía como le cortaban el “cogote”.

Las quejas del animal fueron arrastradas por el viento, provocando pesadillas en algunos de los vecinos y un gran terror a otros, que despertaron en ese momento.

Sus manos fuertes y firmes se llenaron de sangre aún tibia, al igual que sus ropas harapientas. Se formaron charcos en el piso. Sabían perfectamente cómo despostar el animal. Sin inmutarse, como parte de una rutina, lo llevaron a cabo.

La carne, tibia y sangrante, aún tiritaba en los canastos plásticos en que era depositada. Cada uno se llevaría una parte del animal para cocinar en sus casas. El resto lo venderían entre los conocidos del barrio.

Todos sabían quiénes eran, lo que hacían. Nadie se atrevería siquiera a decir una queja por los ruidos a esas altas horas de la noche. Era mejor quedarse callados, hacerse los locos, que tener problemas con ese grupo de bandidos. Algunos, a sus espaldas, los llamaban ladrones.

Cristian Otárola Saavedra
Cristian Otárola Saavedra
Nace en Puente Alto en 1984. Es profesor de Historia, Geografía y Ed. Cívica (UMCE, Ex Pedagógico). Actualmente se desempeña como encargado de biblioteca escolar (CRA) en la comuna de Santiago. Posee cuatro escritos inéditos: Escritos de un resentido; 18 de octubre de 2019: El día que nació la esperanza; La población abandonada y El final de una ilusión. Participa en 2024 en Taller Kenningar de Fundación Neruda, Chile.

3 COMENTARIOS

  1. «el respeto a quien se le teme»…. Dónde yo vivo solo tenemos miedos por los narcos pero no los respetamos ….

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