Hay frases que parecen inofensivas, pero encierran una carga peligrosa. Cuando José Antonio Kast dice “Boric, vamos por ti”, no está haciendo política; está lanzando una advertencia. Cuando repite que “los progresistas se han robado todo” o promete “aumentar la PGU encerrando a los corruptos”, no busca un debate democrático, sino encender el fuego del resentimiento. Y cuando dice que “hay que despedir a los funcionarios públicos”, lo que en realidad propone es desmantelar lo poco que queda del Estado social, deshumanizando a quienes trabajan en él.
El fascismo contemporáneo no llega con botas ni tanques. Llega con micrófonos, cámaras y redes sociales. Se presenta con una sonrisa, envuelto en el lenguaje del sentido común, hablando en nombre de la gente “decente”, de los “trabajadores de verdad”. Pero detrás de esa fachada amable se oculta una maquinaria discursiva que necesita del odio para existir. Simplifica la realidad, divide al pueblo, fabrica enemigos y promete castigo. Es la vieja fórmula de siempre: manipular el malestar social para fortalecer el poder de los de arriba.
Este tipo de discurso toma el descontento legítimo de la clase trabajadora y lo desvía hacia los sectores que buscan transformaciones reales. Se culpa a los empleados públicos, a los movimientos sociales, a las disidencias, a los jóvenes que protestan o a las mujeres que reclaman sus derechos. A todos se les encasilla como enemigos, vagos o privilegiados. Así se distrae al país de los verdaderos responsables de la desigualdad: los grandes grupos económicos, las fortunas que concentran la riqueza y los políticos que legislan para protegerlos.
El odio es útil para el poder porque desactiva la organización popular. Un pueblo dividido, enfrentado consigo mismo, deja de mirar hacia arriba. Cuando el trabajador desconfía del funcionario, cuando el poblador desprecia al manifestante, cuando el joven teme a la diversidad, el sistema respira tranquilo. Y es que el fascismo no se impone solo con violencia: se impone con miedo, con apatía, con la idea de que la solidaridad es peligrosa o ingenua.
Hay un hilo común en este tipo de discursos: todos prometen “orden”. Pero ese orden no significa justicia, sino obediencia. No significa bienestar, sino control. Dicen defender la libertad, pero su libertad es la del poderoso para seguir acumulando. Dicen luchar contra la corrupción, pero guardan silencio cuando los responsables son empresarios o aliados. Es un moralismo falso, diseñado para disfrazar los privilegios de virtud.
El odio no necesita pruebas. Le basta con repetirse mil veces hasta sonar verosímil. Así funcionan los slogans vacíos que escuchamos todos los días: “los políticos son todos iguales”, “los funcionarios son flojos”, “los progresistas destruyen el país”. Palabras lanzadas sin fundamento, pero cargadas de intención: degradar lo público, desacreditar la organización, deslegitimar las causas sociales. Son semillas de un autoritarismo que crece lentamente, palabra tras palabra, hasta que ya es demasiado tarde.
Y mientras tanto, los medios amplifican ese ruido. Le dan espacio a las frases incendiarias, las repiten, las normalizan. La provocación se convierte en contenido, la mentira en opinión, el odio en espectáculo. En esa maquinaria mediática, los sectores progresistas, los sindicatos, las disidencias sexuales y los movimientos sociales se vuelven el blanco fácil: se les ridiculiza, se les reduce a caricaturas, se les niega humanidad.
El resultado es un país que se fragmenta. Un Chile donde el miedo reemplaza la empatía, donde el enojo se confunde con justicia, donde las diferencias se usan para justificar abusos. Es el mismo camino que recorrieron otras sociedades antes de caer en la oscuridad: primero se odia, después se excluye, y finalmente se persigue.
En este contexto, defender la dignidad humana es un acto político. No se trata solo de contradecir con datos —aunque eso también es necesario—, sino de recuperar el lenguaje que el odio intenta destruir: las palabras comunidad, solidaridad, justicia, respeto. Hay que volver a mirar al otro como compañero, no como amenaza. Hay que reconstruir la idea de pueblo, no como masa manipulada, sino como sujeto colectivo con memoria y esperanza.
Quienes hoy usan el miedo como estrategia política saben muy bien lo que hacen. Lo han hecho antes. Por eso hablan de “limpiar”, de “recuperar”, de “echar a los flojos”, de “ir por los corruptos”. Es la retórica de la pureza: una excusa para eliminar lo diverso, lo crítico, lo incómodo. En el fondo, lo que buscan no es orden, sino silencio.
Pero Chile no es un país que se quede callado. Somos hijos de luchas largas, de pueblos que resisten, de madres que buscan justicia, de trabajadores que siguen creyendo en la organización como única herramienta para no ser devorados por el sistema. Esa memoria colectiva es la antítesis del odio. Es lo que ellos no pueden controlar.
Cuando escuchamos esas frases cargadas de resentimiento, debemos entender que no son errores del lenguaje: son estrategias. Y frente a ellas, el desafío no es solo responder, sino construir algo distinto. Un discurso que no divida, sino que una. Que no oculte la injusticia, sino que la nombre. Que no prometa venganza, sino dignidad.
Porque el odio, cuando se institucionaliza, destruye todo lo que toca. Pero la empatía organizada, la conciencia y la resistencia son más fuertes. Siempre lo han sido. Y por eso, aunque griten “vamos por ti”, los pueblos saben responder con serenidad y convicción: a nosotros no nos derrotan con odio, porque estamos hechos de memoria y esperanza.
Fuente: contrapoderchile.cl




