
Nicolás López ansiaba una sola cosa; crecer y transformarse en un cineasta famoso. Pero, antes debía lograr lo más difícil; convertirse en un hombre. “Falló. A sus 40 años, devino lo contrario a un hombre. A ojos de la opinión pública, de la justicia, y probablemente de su almohada, hoy él es un abusador sexual”.
Conocí a Nicolás López vestido de escolar. Una tarde de 1996 vi a un niño de no más de 13 años cruzar los cubículos de las revistas de El Mercurio (Q.E.P.D) como si se tratara del paseo de la fama de Hollywood, hasta llegar a las oficinas de la Zona de Contacto. Quienes a mediados de los noventas trabajábamos en el suplemento juvenil del diario de Agustín Edwards, habíamos escuchado hablar de un colegial que enviaba por fax escritos sobre su vida. Nuestro editor, Alfredo Sepúlveda, quería conocerlo. Todos querían conocerlo. Cuando al fin lo tuvimos al frente, nadie imaginó que fuera tan precoz. Rápido, agudo, divertido y con una autoconfianza que ya hubiera querido yo tener a mis 20 años, terminó publicando semanalmente sus Memorias de un Pingüino. Fue el inicio de su carrera.
La única imagen que por estos días quisiera conservar de Nicolás López es la de un preadolescente intoxicado de ritalines y cinefilia, que al igual que esas historietas de superhéroe que leía debajo del banco de clase, ansiaba una sola cosa; crecer y transformarse en alguien, en su caso en un cineasta famoso o al menos de culto. Antes de conseguir ser el Robert Rodríguez chileno, el Tarantino o El Noséquien, el futuro director de Promedio rojo, Qué pena tu vida, Sin filtro– debía lograr lo más difícil: convertirse en un hombre. Falló. A sus 40 años, devino lo contrario a un hombre. A ojos de la opinión pública, de la justicia, y probablemente de su almohada, hoy Nicolás López es un abusador sexual.
Seguir repitiendo por Twitter que López es un abusador ya no tiene sentido. La Corte Suprema tuvo la última palabra el pasado 6 de febrero. Culpable.
Tengo algunos recuerdos del niño López. Llamadas al teléfono fijo de mi casa donde me hablaba de sus desaventuras con las chicas de su colegio -el British High School-, conversaciones sobre la columna que yo escribía en ese entonces (Anita Santelices) preguntas sobre el mundillo periodístico literario (era fan de Alberto Fuguet). Su madre merodeaba atrás, diciéndole que no importunara, que se fuera a acostar. Al igual que todos los niños-genios, Nicolás pensaba que había nacido para alcanzar rápidamente el estrellato, y tenía el derecho a saltarse el colegio, la universidad, o el primer y segundo trabajo de mierda que alguien le ofreciera. A diferencia de su ídolo Tarantino, él nunca trabajaría en un videoclub para pagarse el arriendo. El fundaría su propia productora. Y lo hizo antes de los 20 años: Sobras film.
Si bien en varias conversaciones casuales que tuve con él, me sorprendí escupiendo arroz entre los dientes de la risa, a medida que el niño López fue creciendo y ganando poder, sus chistes, ¿cómo decirlo en su lenguaje?, perdieron poder de erección. Apareció un joven López, experto en explotar su identidad masculina heterosexual -en su caso de nerd, gordo y freak- para explotar la épica del perdedor. Un día, no sé bien cuándo, ya no fue divertido escucharlo. Sus monólogos sobre “correrse la paja”, o alusiones a lo hot que podía ser un florero, dejaron de ser irreverentes y empezaron a sentirse como eyaculaciones precoces que caían directo al ojo. Sus lamentos- en contra de las mujeres (“ninguna mina me pesca”, “son todas unas huecas” o “histéricas”, tesis de su saga fílmica con Paz Bascuñán) revelaban un sexismo y una misoginia bastante básica y difícil de celebrar.
El abusador siempre desea ser deseado a la fuerza. Primero lo hace en bromas. A través del lenguaje. Luego en serio, con el cuerpo. Entre broma y broma, a sus 30 años Nicolás López había logrado convertirse en una celebridad que ansiaba vengar a ese niño gordo y rechazado que yo había conocido. La venganza llegó. Ya convertido en estrella de la industria gracias a comedias bastante estúpidas y estereotipadas, aplicó la misma premisa antiprotocolar de su prematuro ascenso profesional, esta vez con las mujeres; agarrar una pechuga en un bar sin antes tantear un beso; citar a un casting un sábado en la noche en lugar de hacerlo en una oficina asoleada; abalanzarse sobre su interlocutora antes de que ella pueda levantar una ceja insinuando un sí o no, masturbarse frente a ella como si estuviera mostrándoles sus dientes. En sus acercamientos corporales, López infringía la regla de oro del deseo -lograr seducir con la palabra primero y con el tacto después-, y pasaba por alto la ley civilizatoria del sexo consentido. Aun así, persistió en “tirar los cortes” como bromeaba entre sus amigos, porque a diferencia de otros enfermos sexuales, él sí podía hacerlo. Sabía que carecía de sex appeal, de educación sentimental, de madurez psicológica, pero tenía el arma secreta del poder. Abusar sexual y psicológicamente de jóvenes actrices que querían trabajar con él, fue la solución final a su insanidad. A algunas de ellas no sólo les destruyó la carrera, sino su integridad.
Al menos ocho acosos sexuales y abusos de poder fueron revelados por un reportaje de la Revista Sábado publicado el 30 de junio del 2018, -y una decena de testimonios salieron a la luz después-, más una “presunta” violación de una menor de edad en Viña, descartada en el primer juicio oral. Quienes leímos esa impecable y premiada pieza periodística sobre los abusos de López, no nos sorprendimos. O sí, pero desde un déjà vu. Todo calzaba con el personaje. La manera de operar detrás de su celular. El perfil de sus víctimas. Las manipulaciones y amenazas laborales que les infringía. El repudio de pernas o cartuchas hacia ellas cuando lo rechazaban. Los nombres de sus cómplices y encubridores, entre ellos su socio Miguel Asensio, su mujer Paz Bascuñán y las actrices Loreto Aravena e Ignacia Allamand. Lo que leímos impreso en el mismo diario que le había abierto las puertas el año 1996, no era una cuestionable funa concertada por redes sociales sino una investigación seria, efectuada por un equipo de profesionales de alto nivel: Rodrigo Fluxá, Andrew Chernin y su editora Paula Escobar. Desenmascarado ante la opinión pública, el ya adulto López acudió a los mejores malos de la película para limpiar su imagen -la agencia de lobby Imaginacción- y a la abogada Paula Vial, para eludir la justicia.
Los periodistas que destaparon sus crímenes tampoco son unos figurones que andaban buscando al Harvey Weinstein chileno como alguna vez dijo la abogada Paula Vial. Así como El Mercurio no es el New York Times, López definitivamente no es el productor de Miramax por la sencilla razón de que no irá a la cárcel.
Seguir repitiendo por Twitter que López es un abusador ya no tiene sentido. La Corte Suprema tuvo la última palabra el pasado 6 de febrero. Culpable. Las mujeres denunciantes que él y su círculo social, denostaron y denigraron de mentirosas o escaladoras, han encontrado algo de justicia. Algo, porque su agresor no irá a la cárcel. No lo hizo Martín Larraín cuando borracho mató a un campesino en el sur de Chile y es probable que tampoco lo haga el otro Martín, Pradenas, si se repite el juicio que lo inculpa de violador. Hoy, Nicolás López ya no es un jote, ni alguien “pasado de la raya” ni un loser con humor corrosivo. Los periodistas que destaparon sus crímenes tampoco son unos figurones que andaban buscando al Harvey Weinstein chileno como alguna vez dijo la abogada Paula Vial. Así como El Mercurio no es el New York Times, López definitivamente no es el productor de Miramax por la sencilla razón de que no irá a la cárcel.
La justicia chilena no es la justicia americana, qué duda cabe. Y nuestra memoria es más delgada que un papel de arroz. Dependiendo de quien caiga, la llamada política de la cancelación cuando se aplica en Chile dura un par de estornudos. Es cosa de encender la tele y ver a Mauricio Israel o a Franco Parisi hablando. O descubrir que el zar de las teleseries, Herval Abreu intentó borrar sus acusaciones de abuso de Google para volver a filmar o, peor aún, que en unos días más Paz Bascuñán -principal escudera de López- estrenará un programa de baile en Canal 13. Para qué recordar que los dueños de Penta -Carlos Alberto Délano y Carlos Eugenio Lavín- fueron dados de alta del programa de intervención psicosocial de Gendarmería (al que asistieron online por la pandemia). O que los alemanes encuentren insólito que un defensor de Colonia Dignidad como Hernán Larraín dirija el nuevo proceso constitucional. Los ricos también lloran sí, pero lo hacen afuera de la cárcel. En terapias sexuales o en clases de ética. Son los otros López, abusadores anónimos sin redes de influencia, los que despiertan entre rejas. La película sobre nuestro modus operandi con respecto a la elite, no la filmó López sino Alejandro Fernández y se llama Aquí no ha pasado nada.
Durante los primeros días del juicio a Nicolás López, recibí una carta a mi WhatsApp en la que se me solicitaba firmar una declaración en favor de su inocencia. El remitente recordaba mi relación laboral con el acusado, el respeto que ambos nos teníamos, cierta historia en común. Había llegado el momento de solidarizar, de pararle el carro a la moda Me Too, de terminar con la caza de brujas. Mi respuesta fue concisa: No. ¿Segura? Sí. Apoyo a las denunciantes y al reportaje que reveló la verdad. ¿No entonces? No. Cerré mi teléfono, presa de un malestar tóxico. No supe explicarle a mis cercanos lo que sentía, pero se parecía a la traición. Por esos días me topé con el enemigo número 1 de Nicolás López, Rodrigo Fluxá, diciendo en la tele abierta exactamente lo que yo había sentido: era la primera vez en el mundo que un grupo de mujeres apoyaba a un victimario en lugar de sus víctimas. ¿Será la última?
Fuente: Interferencia