El viento de las olas me revoloteaba el pelo. A lo lejos podía escucharlos reírse, jugar, pero no podía verlos. La arena se pegaba en mis pestañas, se apelmazaba en los pliegues de mi pantalón y sin importar cuánto me sacudiera, volvía ahí, a alojarse en mis tobillos. En la orilla el frío me helaba los huesos. No importaba. Dejé que me bañara entera. Nunca fui más feliz que en esa playa, con mi papá llevando a mi hermana al apa y mi mamá tomando sol. La revista Ésika apoyada en su vientre la hacía ver como modelo. A cada rato me daba vuelta para saludarla y ella, cual Lady Di, sacudía la mano de lado a lado como respuesta.
Después de que me echaron de la casa por maricona, en verano miraba la tierra que se juntaba en mis uñas y me preguntaba si mi familia habría ido al litoral ese año. Si me extrañaban. Me obligaba a pensar que la respuesta me era indiferente, pero no es así, no podía concebir que existieran fuera de mí, que sus risas vibraran en el mar y no hubiese nadie en la orilla recibiéndolas.
El primer mes luego de la pelea me recibió el Nico en su casa, mi mejor amigo. Bueno, ni tanto. Existía en ese intermedio donde era menos que un amante, pero la relación parecía más que una amistad.
—Ya se les va a pasar.
Nos tendíamos en su cama lado a lado, tan cerca que nuestras narices se rozaban. Amontonábamos los dedos encima de los del otro para pretender que era casualidad. Él susurraba mucho, contrario a mí, que gritaba en cada sílaba. No tenía pudor. Nunca tuve.
—A menos que a mí se me pase lo hueca, lo dudo.
Sonrió. Me gustaba eso de él, que no me corregía cuando hablaba de mí como una mujer, ni tampoco se burlaba. Su sonrisa significaba algo más. Sentados en el piso le pregunté una noche por qué siempre se mostraba tan risueño, si acaso yo le causaba gracia. Era de madrugada. Sus papás dormían. Como si estuviéramos dentro de un confesionario, respondió delineando las letras en la palma de mi mano.
M E H A C E S F E L I Z
La alegría no duró demasiado. Como estaba destinado a pasar, al mes y medio de estar viviendo de allegada, sus papás se enteraron por qué no podía devolverme a mi casa. Mi mamá les contó, para que tuvieran cuidado con el Nico. Que no se contagiara de mariconería o qué sé yo. No fue una discusión violenta. Ni siquiera fue una discusión. Los tíos nos sentaron en el comedor y me pidieron que me fuera esa misma noche porque no tenían plata para mantenerme más tiempo. Les creí en un principio, pero cuando me ofrecí a buscar trabajo, la tía se rió. Fue una risa cruel, incrédula, con asco.
Ni siquiera necesité escuchar las réplicas a las palabras del Nico, que me defendía. Ya sabía lo que realmente pensaban de mí. Por eso no me dolió cuando el tío dijo que no podían tener a un hombre que se creía mujercita viviendo con ellos.
Dormí en la plaza de Renca. Por suerte era verano, así que solo necesité un par de diarios para taparme y fingir que eran sábanas. Nadie me molestó. Nadie me miró, de hecho. Las personas no prestan demasiada atención a los mendigos.
Intenté buscar pega. Logré que me contrataran en el Santa Isabel como empaquetador por un tiempo. Tardé mucho en descubrir que existían albergues, y me daba demasiada vergüenza pedirles ducha a mis amigos del colegio. Tampoco tenía tantos, y al más cercano le habían caído acusaciones de homosexualidad solo por dejarme dormir en su casa. Así que acabé de patitas en la calle una vez más, por malos olores, mal aliento, aspecto desaliñado y ropa sucia.
La plaza dejó de ser segura en invierno. Por el frío y porque los borrachines me veían chica y delicada, y trataban de aprovecharse de mí. No sé cómo llegué a la orilla del río, no me acuerdo bien. Seguro vagué por la costanera hasta dar con un árbol que pudiera contener unas bolsas de basura por la noche.
En ese estado me encontró Nicolás de nuevo.
—¿A qué viniste?
—Mati… —dijo él entrando a la carpa—. Somos amigos, ¿o no?
—Te van a sacar la chucha si te ven conmigo.
—Bueno, que me la saquen.
Verlo parado en ese basural, que era mi casa, me llenó de profunda vergüenza, pero no fui capaz de echarlo. Él tampoco dejó de venir. Trataba de limpiarme en los baños públicos, y, en los peores casos, le pedía a mi hermana que me dejara ducharme. No siempre aceptaba. Al menos lo empecé a recibir más limpia que cuando me encontró con las mechas tiesas de mugre.
Qué patética igual, me bañaba como si él fuera a darme un beso.
Nuestras conversaciones eran amistosas. Cordiales incluso. No me volvió a tomar las manos y se reía solo cuando era apropiado. Parecís Cristo de la noche, le dije un montón de veces, y él lo encontraba el peak de lo cómico.
Me llevó ropa más de una vez para buscar pega. Nunca tuve el corazón para decirle que así empeoraba mi aspecto. Siempre fui más alta y maciza que él. La ropa me apretaba en los lugares equivocados, y si a mis jefes les daba lo mismo y se dignaban a contratarme, rapidito me echaban cuando los albergues estaban llenos en invierno y se daban cuenta de que llegaba a limpiarme al mismo trabajo.
Hice algo de plata al menos para comer. Me sirvió cuando hubo un periodo en el que el Nico dejó de ir. No quise preguntar por qué podría haber desaparecido. De todas maneras obtuve mi respuesta a los pocos meses.
—Apareció… —dije cuando vi su figura adentrarse en el aceite de la noche.
—Hola Mati.
—Chuuta, ¿y esa carita?
Se paró frente a mí. Tenía expresión como de funeral. Esperé uno, dos, tres, cuatro segundos, y cuando iba a abrir la boca, él tiró el tsunami que acabó conmigo.
—Me voy a casar.
No he entendido nunca por qué la angustia paraliza a la gente. A mí me moviliza. En dos segundos estaba fuera de mi silla de playa -recogida de un estacionamiento-, y aunque el tiempo efectivamente dejó de correr esa tarde, yo me movía de allá para acá, de allá para acá.
—Invítame un trago primero —dije, y me eché a reír.
—Mati.
—Te curaste.
—No seai’ así.
—Oye, si no necesito explicaciones.
Sí las necesitaba. Esa y todas las explicaciones del mundo. Que me dijera por qué la tierra giraba, por qué las estrellas se escondían con la luz. Por qué. Por qué. Por qué.
Me tiré el pelo para un lado y le di la espalda, respirando tan rápido que me hacía falta el aire. No paraba de moverme de allá para acá, de allá para acá.
Lo sentí modular algo. Con el ruido del Mapocho no distinguía nada aparte de los temblores de mis rodillas. Creo que me dijo que me extrañaba, y creo que le respondí que estaba ahí, a su alcance, a un paso. Creo que nos tomamos una botella de chela para despedirnos. No estoy segura.
Pensé, como nunca, en mi casa. Esa que me abandonó. Quise refugiarme en los brazos desinteresados de mi padre, en el pelo chamuscado de mi madre, mirar a mi hermana y verme reflejada en ella, tomarla, sentirla, y acurrucarme en los lazos que nos unían. Quise transformarme en rocío, caer sobre su pelo y deshacerme en los pliegues de su piel. Quise que el Nico me llevara.
No nos volvimos a ver.
Al día siguiente me senté afuera de la carpa, en una piedra incrustada en la tierra. Creí escuchar un niño jugando en la arena, pero cuando miré solo vi la corriente arrastrando hacia abajo una bolsa. Sucia, rota, llena de palos. No había rastros del Nico, ni de mi papá, ni de mi hermana, mucho menos de mi mamá. El río era el único sonido, el río junto a las respiraciones que venían de mi nariz.
Estaba sola.
Miré las olas del Mapocho y me pregunté si, tarde o temprano, como a esa bolsa, también acabarían tragándome.
Felicitaciones. .. con rabia ..
Querida Amara,
Este cuento es increíble, profundo, cruel. Qué placer leerte!