Mi papá toca la guitarra en su habitación. Las notas recorren la casa entera y bailan por cada recoveco. Atraviesan episodios de mi infancia, risas descontroladas y las bromas que compartíamos mis hermanos y yo. La pobreza que vivimos hasta la adultez, los inviernos lluviosos y la casa con goteras. El frío que combatíamos bajo seis frazadas al dormir, las duchas heladas y los infinitos tecitos que tomábamos junto a la única estufa en casa. [Las notas son el hilo atemporal que conecta cada momento de mi vida, dándome aliento, aunque en este instante solo siento nostalgia.]
Frente al sillón en el que estoy sentada, veo una foto de Elvis y yo en un viaje a Lago Ranco. Me gusta esa foto. Elvis luce tan gracioso, lleva puesto un poncho y su cabeza, por alguna razón, se ve cómica. Tiene una mirada de niño a punto de hacer una travesura, y así es él: un niño siempre al borde de alguna ocurrencia, que a veces hace show. Un niño que, en el fondo, se siente solo y necesita mucha atención para llenar el vacío. Desde chico, cuando descubrió que involucrarse en muchas actividades podía hacerle olvidar esa soledad, no dudó en seguir ese camino. Es su escape, con todo lo que eso implica. Y, aunque no sea realmente malo, en el fondo, sé que es un mecanismo de defensa.
No, no lo odio. Lo amo. Lo amo como aprendí a amar desde niña. Y aunque lleve años de terapia cuestionando mis decisiones en relaciones de todo tipo, sé que una y otra vez termino en el mismo lugar. No sé amar de otro modo que no sea dejándome de lado y subyugándome. Y por largos períodos eso está bien, hasta que noto que empiezo a hacerme pequeña. Pero también me defiendo: rechazo palabras, situaciones y acciones que he aprendido a identificar como señales de peligro. No quiero vivir en lo pequeño, y eso me lleva a una fase de defensiva. Lo que viene después es el reclamo: «De nuevo estás a la defensiva; no entiendo por qué vuelves a esto». Me cuesta responder, pero lo hago, y así comienzan las discusiones en las que termino siendo la culpable de todo. Luego vienen los silencios, las distancias, hasta que logramos tender un puente. Y cedo más terreno que antes. Todo vuelve a estar bien, y yo vuelvo a reprimir lo que siento que no está bien. Y realmente creo que vale la pena, que quiero un proyecto de vida juntos, aunque a veces me cueste, aunque a veces no sepa en quién me estoy convirtiendo.
No creo que esto se parezca a lo que vivió mi mamá con mi papá; es distinto. Mi papá hacía sentir culpable a mi mamá cada vez que alguno de mis hermanos o yo teníamos un problema. Él nunca era el problema, aunque sí lo fuera. No asumir su responsabilidad, imagino, lo hacía sentirse mejor consigo mismo, y eso le daba permiso para criticar a mi mamá en cada cosa que ella hacía mal. Incluso a veces había golpes y gritos. Yo sé que esas cosas sucedieron, pero no las recuerdo con claridad; solo tengo sensaciones. Pero eso no es lo que vivo con Elvis. Él nunca me ha gritado ni golpeado, y jamás permitiría algo así de alguien que se supone me ama.
Mi papá ocultaba su faceta violenta con personas externas a la familia. Solo lo hacía en casa, con nosotros. Mi tía a veces le preguntaba a mi mamá por qué llevaba los brazos cubiertos en verano. Mis hermanos y yo sabíamos que eran moretones de las veces que él la sujetaba con fuerza para reprocharle cosas que no logro recordar. Esas palabras sin nombre duelen en el pecho como una herida que no puedo borrar.
El gas de 11 kilos nunca duraba más de un mes, y mi mamá era cuestionada por no hacerlo rendir. Luego venían tres o cuatro días sin gas y el silencio de mi papá. Éramos cuatro hermanos, y el hambre no perdona. En el mismo brasero donde nos calentábamos en las tardes, mi mamá preparaba la comida para todos, juntaba algunas tablas, prendía fuego con destreza y hacía arroz con salsa de atún, o fideos, o porotos, o lo que tuviera a mano. Durante esos días, el ritual se repetía, hasta que mi papá compraba un nuevo gas y volvía a hablarnos. Traía carne para freír y la comíamos con puré. Nadie hablaba de esos días sin gas. Por arte de magia, todo volvía a estar bien: mis papás se hablaban, y nosotros volvíamos a reír, hasta que el gas volviera a acabarse. De eso, muchos meses y años. Y muchas secuelas para todos.
Me fascina la simpleza poética de esta historia. Es un relato con el que es muy simple identificarse, por ello te conecta con tus recuerdos más íntimos.
Me encanta sentir que puede también ser mi propio relato.
Gracias 🙏🏼
Lago Ranco, un lugar bellísimo… buen texto…
me acordé de varios recuerdos de niño… increible cómo a partir de un texto, uno se acerca a su propia historia olvidada…
La belleza de lo simple, se aprecia en cada uno de las líneas que componen el texto. Evocan paisajes, recuerdos, sonidos, Elvis se ve como un buen sujeto.
Que siga soñando esa guitarra, y que las notas sigan fluyendo, para que puedan otorgar rimas a la vida
Esta historia tiene mucho potencial, cada tanto aparece Elvis y la narradora, y nos cuentan un pedazo de recuerdos y de actualidad mezclados. Me encantó la memoria sobre el gas, supongo que me hizo recordar parte de mi propia infancia.
La narradora siempre luchando contra sí misma para ser mejor y no decaer, pero se cuestiona, mucho, los avances y retrocesos. Tal vez por eso queremos saber más sobre esta historia, para saber si encuentra las respuestas que nosotros seguimos buscando.
Hermoso Danny. Siempre has sido una gran escritora. Te amo