Era uno de esos veranos en Horcón que siempre quedarían grabados en nuestra memoria. La cabaña de madera que mis padres, Pedro e Irma, habían construido para la familia, estaba rodeada de naturaleza salvaje y quietud, como un refugio del bullicio del mundo moderno. En esos días, Horcón era aún un rincón rústico, apartado del lujo de Reñaca y Viña del Mar, un pequeño paraíso de pescadores y familias que huían del ruido de la ciudad. Un lugar donde las horas parecían diluirse entre las olas del mar y las noches estrelladas.
Recuerdo el sol cayendo lentamente sobre el horizonte, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados, mientras nosotros, los niños y jóvenes, corríamos por la playa, buscando conchitas o jugando al escondite entre las rocas. Pero lo mejor llegaba al caer la oscuridad. Cada noche, sin falta, encendíamos una fogata junto a la orilla. El fuego chisporroteaba mientras nosotros, con la cara iluminada por las llamas, compartíamos historias, chistes, canciones y, sobre todo, sueños.
Sin embargo, la verdadera magia de Horcón comenzaba cuando la fogata se apagaba y el cielo se desvelaba ante nosotros. No había electricidad en el balneario, solo la tenue luz de las lámparas a parafina que salían de las casas cercanas. Eso hacía que el firmamento se abriera ante nosotros como un lienzo sin igual, más cerca y más brillante de lo que habíamos visto en cualquier otro lugar. La boca de lobo que Hilda, la mayor de los hermanos, mencionaba como la responsable de nuestra fascinación, estaba llena de misterios por descubrir. Era nuestra “zona cero”, el punto de observación ideal.
La primera vez que vi el cielo de Horcón, me sentí pequeña, como una partícula perdida en la inmensidad del universo. Las estrellas parecían tan cercanas que uno sentía que podía alcanzarlas, tocarlas, mientras se enredaban en nuestras conversaciones. A menudo, en los primeros años, jugábamos a contar los titilantes astros. Era un reto interminable, porque cada vez que comenzábamos la cuenta, aparecían más y más en el vasto manto oscuro. Como si el universo nunca se cansara de desbordar su belleza ante nuestros ojos pariendo decenas, cientos, millones de estrellas a cada instante.
Cada uno tenía su teoría sobre el cielo. Pepe, que siempre se creía el experto, nos hablaba de las estrellas vivas y muertas, señalando con el dedo el color de las luces que se asomaban. “Esa es una estrella joven, blanca como el hielo. Esa otra, es una gigante roja, ya está a punto de morir”, decía, y nosotros lo escuchábamos con asombro, aunque nadie realmente entendía de qué hablaba. Amelia, en cambio, se obsesionaba con el tamaño de los astros. “Si esa estrella está tan lejos, debe ser gigantesca”, decía con su mirada curiosa. Mientras tanto, Hilda, la mayor, a menudo nos explicaba lo que había aprendido en la escuela sobre la contaminación lumínica y cómo en las ciudades el cielo nocturno se veía opacado por las luces artificiales. “Aquí, en Horcón, el cielo está limpio, sin contaminación. Podemos ver las estrellas como realmente son”, repetía, como si quisiera convencernos de la magia de aquel lugar apartado del mundo.
Pero lo que más me gustaba era cuando descubríamos algo nuevo, algo que ninguno de nosotros había previsto. Un día, Tina, la más observadora, señaló hacia el cielo y exclamó: “¡Miren, miren! ¡Una estrella moviéndose!”. Todos miramos en silencio y, al cabo de unos segundos, entendimos que no era una estrella. “¡No, no es una estrella, es un satélite!”, corrigió Amelia con entusiasmo. Y así comenzó nuestro nuevo juego, el de ver quién podía descubrir más satélites cruzando el cielo estrellado.
Cada noche, cuando el silencio de la caleta nos envolvía, nos tendíamos sobre la arena, mirando hacia arriba. Comenzábamos a jugar al «quién ve más satélites», observando los pequeños puntos luminosos que surcaban el cielo. Eran como estrellas errantes, viajando en órbitas invisibles, siguiendo rutas que no podíamos comprender, pero que nos cautivaban profundamente. Al principio, la idea de que esos puntos de luz fueran satélites nos parecía mágica, como si estuviéramos observando algo del futuro, algo que no pertenecía al mundo de los pescadores ni a las historias cotidianas de Horcón. Pero con el tiempo, nos dimos cuenta de que los satélites seguían una rutina casi exacta: si comenzábamos a mirar a las 10 de la noche, siempre aparecían a la misma hora, cruzando de este a oeste, como un espectáculo privado solo para nosotros.
A veces, sentados alrededor de la fogata, hablábamos de las constelaciones. Pepe siempre decía que el cielo tenía un mapa secreto que solo los sabios podían leer. Había quienes se atrevían a encontrar figuras mitológicas en el firmamento, como Orión, capricornio, Cruz del Sur, incluso la Osa mayor y la Osa menor, pese a que éstas solo son visibles en el hemisferio norte, mientras otros preferían dibujar sus propias constelaciones, inventadas en nuestra mente adolescente, como si con ello pudiéramos escribir una historia propia en el cielo.
Horcón, en aquellos años, era un lugar especial, no solo por su belleza natural, sino porque estaba lleno de encuentros. Los chicos de familias pudientes, con su pelo rubio y su mirada soñadora, llegaban con el discurso de paz y amor, como aquellos hippies que se habían unido al Woodstock chileno en Piedra Roja. Se mezclaban con los pescadores y las familias locales, compartiendo las actividades cotidianas, desde el trabajo en el mar hasta las tardes de risas y canciones alrededor de una guitarra. Había algo en su forma de vivir que nos inspiraba, nos invitaba a cuestionar todo, a pensar en la vida de una manera más libre, más conectada con la naturaleza.
A veces, me imaginaba que el cielo estrellado sobre Horcón no solo era el techo de nuestro verano, sino también un puente hacia otros mundos, otros tiempos. Como si las estrellas nos hablasen de esas vidas ajenas, de esos viajes espaciales que, por un momento, nos hacían sentir como astronautas explorando las vastedades del universo.
Los veranos de Horcón, aquellos días donde las horas no existían, donde el universo era más grande que nosotros y, al mismo tiempo, parecía estar allí, a nuestro alcance, seguirán siendo para siempre mi recuerdo más querido de adolescencia. Un verano, un cielo lleno de estrellas, y un grupo de hermanas y hermanos amigos que, a pesar de estar atrapados en el tiempo, sabían que todo, algún día, sería parte de esa historia escrita en las constelaciones.
excelente cuento
Nosotras también jugábamos a contar satélites o estrellas fugaces, pero en huasco. . no importa dónde, el juego es el mismo ….
Que historia más bella, llena de nostalgia y amor. Felicitaciones a tan bella persona que tengo la fortuna de conocer.
Un bello relato,añorando esa Caleta Horcón de un tiempo casi mítico, con hippies y plata nudista. Mis saludos a Cristina, colega y amiga de vida y ojalá quiera relatar lo significativo que fue ese refugio de la naturaleza algunos años después, cuando bestias salvajes asolaban el país
Que hermoso relato,me encanta ese paraíso,Horcon, es también el lugar de ensueño de mi nieta Alessandra y mi nieto Sebastián,una caleta llena de cosas lindas,que conocí junto a mi nuera y su familia y concuerdo con los recuerdos de quién ha vivido siempre cerca del mar, felicitaciones Cristina por tan lindas palabras.
Gracias hermana, por transportarnos a tan hermoso y mágico lugar de nuestro país, donde vacacionabamos cada año. Donde crecimos en cada verano convirtiéndonos en amigos y los mejores hermanos, donde soñabamos en nuestro futuro gozando del presente, hasta que salía mamá…. sólo nos miraba y ya debíamos ir a descansar para iniciar al otro día la bajada a la caleta, para comprar el rico y fresco pescado, con nuestro padre.
Un bello relato, me hace recordar los veranos en Quintero… Felicitaciones por el cuento.
Muy lindo relato y hermosa historia familiar. Que añoranza, el de vivir y compartir recuerdos con familias numerosas en donde lo simple y de todos era la diversión, la fascinación por lo que nos da este increíble planeta era disfrutado y devorado por la imaginación de jóvenes que se enriquecían en recuerdos y placeres inocentes y honestos, felicitaciones a la autora.