No hay domingos para la vaca.
Zurita
Las vacas no se mueven. Mírenlas allí: respirando la humedad, con fosas
nasales como perforaciones. El invierno las rodea, pasa a través de ellas, las
confunde quizás con las casas de los pobres. Se agrupan con superstición
gregaria. Pero no son la misma vaca. Esa de allí, por ejemplo, es café o café
con leche. La otra tiene manchas negras, diferentes a las de una tercera. Hay
también algunas negras por completo. Y así.
Otra diferencia: algunas duermen, acostadas. Las que no, miran la
oscuridad con ojos idiotas o aterrorizados. Esas son las dos alternativas de las
vacas. Ojos aburridos, ojos de horror cósmico. Es como para preguntarse qué
miran. De día el sur de Chile es verde: eso es un comienzo. Pero no es verde
para ellas. Las vacas no saben de colores.
Deberían saberlo, podría pensarse, por la autopista que tarja el paisaje,
más allá del cerco. El cerco es de alambre y no impide la visión. Por él pasan,
a intervalos, fuertes rayos de luz en parejas. Son los faroles de los autos que
recorren el sur de Chile. Deberían saber de colores, querrá decir alguien,
porque esas luces enverdecen el paisaje cada cierto rato, con ruidos como
aviones. ¿Cómo no darse cuenta? ¿Acaso no ven esos dos puntos que se
acercan, agrandándose, desde lejos? ¿No escuchan su rugido? Pero no:
están muy lejos. Ya los verán. Denles tiempo.
Detrás de esos faroles encendidos —que las vacas aún no ven— hay
una cabina de tamaño mediano. Es la cabina del automóvil de Julio. Junto a él,
en el asiento del copiloto, está Andrea. Ni Julio ni Andrea son del sur de Chile.
Vienen de la capital. Puede verse en la irritación de sus facciones. Es una
irritación impaciente, sin olor.
—Una mierda de noche —dice Andrea, mirando los campos verdes que
la oscuridad esconde.
Julio no habla, y mira el pavimento gris. El pavimento lo instaló la
municipalidad, pero no eligió el color: no dependía de ellos.
El gris del pavimento sí se ve porque las luces del auto están encendidas.
Las luces adentro de la cabina están apagadas, pero el reflejo en la
autopista es suficiente para que Andrea distinga la botella de bebida en el hueco inferior de la puerta. La botella es grande, y fue abierta hace varias
horas para meterle un chorro de vodka. La bebida se hizo poca y ahora, a
juzgar por la cara que pone Andrea después de un sorbo, la mezcla tiene más
chorros de vodka que de cualquier otra cosa.
—Dame —le dice Julio. Andrea se la pasa. Julio bebe, pero no hace
muecas. No hace muecas porque ya está tomado: lo sabe desde que empezó
a sentir un gusto vegetal en la boca, que le recuerda a su juventud. Aunque
aún es joven. Tiene veintisiete años.
—Una mierda de semana —prueba Andrea.
Funciona porque Julio responde.
—Eso no te la acepto —le dice—. Eso no, porque la semana ha estado
bien. Más que bien. Escucha: te traje a un lugar hermoso.
—Un lugar vacío. No sé qué estaba pensando cuando te dije que sí.
Mentira, ya me acordé. Dijiste que olía a leña y que había un pueblo cerca.
Que traías la tornamesa y podías invitar gente para tocar. No que el pueblo
quedaba a media hora en auto. No que se cortaba la luz cada dos días. O que
el club que mencionaste era más chico que mi departamento.
—Es más grande que tu departamento.
—Y lleno de zorrones.
Julio piensa un comentario hiriente, pero decide que lo olvidará si toma
otro sorbo. Es cierto: ya no lo recuerda. Pero el calor de las mejillas no cede. Es
un calor distinto al del vodka.
—¿Me escuchas? —insiste Andrea—. ¿Qué me trajiste a hacer aquí?
¿Qué se puede hacer, tirar contigo? Qué emoción.
—Andrea, es el sur de Chile.
—Eso es lo que haces con las minas, ¿verdad? ¿Te las traes a la casa
del papá?
—Podrías al menos probar cosas nuevas. La vida no se agota en la disco.
—Ahora me vas a mandar a leer un libro. Tú. Por favor.
—Hay naturaleza aquí —dice Julio. Pero se traba y en realidad dice otra
cosa, algo que podría ser «maleza», «realeza» o «nobleza». Le parece un
buen punto, así que lo repite—: Hay naturaleza.
—Y yo naturalmente tomo el primer bus que se me aparezca mañana.
—Se puede salir a caminar, escuchar música, mirar pájaros.
—Ni siquiera somos nada, Julio. Nos conocimos hace tres semanas. De
verdad, ¿qué estabas pensando?
—Ir al lago y mirar tu reflejo en el agua. Pero tú no sabrías de eso. Sacar
la bici, andar en bici. Ir a huevear a los caballos de los vecinos. Voltear vacas.
—Eso es un mito —dice Paulina.
Paulina va en el asiento detrás del conductor. No le cae muy bien Julio, y
a Andrea la conoce apenas. Pero tiene sus razones para estar ahí.
—No es un mito. Dos tipos fuertes la logran. O no, Cris.
Atrás, Cris abre los ojos y asiente a lo que dice su amigo. Vino con él
porque se conocen desde niños. El interior del auto le deja de dar vueltas si se
apoya con los ojos cerrados contra la puerta.
Cris es el novio de Paulina. Esas son las razones que ella tiene. En
realidad es una sola.
—¿Qué mito? ¿De qué me estás hablando? —pregunta Andrea, y toma
otro trago.
—Los gringos le dicen cow tipping —aclara Julio— como: darles propina
a las vacas.
—O darles consejos —murmura Cris, pero se traba y dice algo distinto,
que la verdad podría ser cualquier cosa.
—Pero en realidad significa darlas vuelta —dice Julio—. Botarlas. Acá en
el campo lo hace la gente en las noches, cuando está aburrida.
—¿Qué sabes tú? —le pregunta Andrea—. Tú no eres del campo.
—Me lo contó mi papá.
Andrea arroja una risotada amarga. Se quedan callados un rato.
Después Paulina habla.
—Es un mito.
Julio piensa en sus veranos infantiles con Cris. Andrea piensa en Julio
y en cuánto ha aprendido a odiarlo en pocos días. Paulina piensa en que está
demasiado sobria para esas latitudes. Cris piensa frases fugaces a medias,
variaciones de lo que dicen alrededor.
—Con Cris lo hicimos una vez —dice Julio.
—Mentira.
—Verdad. No funcionó. Sonó como un aplauso contra el cuero y la vaca
quedó ahí mismo. Éramos chicos. Pero vi gente de acá haciéndolo. Una vez,
en la noche.
Es verdad a medias, pero no recuerda cuál parte es cierta y cuál no.
—Hoy seguro que la podríamos hacer. O no, Cris.
Cris no responde.
—O no, Cris.
—Eres un niño —dice Andrea.
Avanzan en silencio unos segundos.
—Un niño y un mantenido…
—¡Mira, mira! —dice Julio, y pega un frenazo. Los cuerpos de todos
pegan un latigazo hacia adelante.
—Qué mierda —dice Cris.
Julio está seguro de que vio a una vaca tirada de lado. Pero iba rápido y
en el frenazo se le perdió en la oscuridad.
—Estoy seguro de que vi una…
—¿Qué cosa?
—Unos tipos haciéndolo —exagera Julio.
Avanza, dobla de más. El tramo de barro y pasto junto a la autopista es
amplio: queda perpendicular al pavimento, detenido a un trecho del cerco de
alambre que delimita un terreno.
Es el mismo cerco. Unos metros más allá de él, alumbradas por los
faroles, las vacas.
—Qué lindas las vacas —dice Paulina, a nadie en particular.
Las vacas, a lo lejos, los miran sin alterarse. ¿Alcanzan a escuchar el
murmullo del motor? No llueve, y la noche tiene un silencio de agua estancada.
—Vamos a ver —dice Julio—. La encontramos, les muestro. No
estoy mintiendo.
—¿Esta es tu idea de entretención? —pregunta Andrea—. Estás loco.
Paulina le encuentra razón, pero mira las vacas con detenimiento. Son
distintas en todo a la imagen de las cajas de leche. Le sorprenden las diferencias
entre ellas, su individualidad. Sus colores, por ejemplo, sus manchas. Y así…
—Ven conmigo —le va a decir Julio a Cris, pero no gira lo suficiente y se
da cuenta de que está volteado hacia Andrea.
Andrea ríe.
—¿A joder a unos campesinos desconocidos?
—Cris —dice Julio.
Cris había vuelto a apoyarse en la puerta. Ahora abre los ojos con
ganas, como cuando le mostraba a su mamá en las mañanas que no seguía
durmiendo, que de verdad estaba despierto.
—Acompáñame.
Abre la puerta y todos sienten una oleada de adrenalina. Es la helada
noche que entra en el auto, una de las noches de invierno del sur de Chile.
—¡Deja el auto prendido! —dice Andrea, consciente ahora de la
calefacción. Cris sale y se estira, con los brazos hacia las estrellas ocultas por
las nubes. Julio lo sigue. Ambos van hacia la derecha, hacia el tramo donde
Julio vio la vaca. Avanzan varios pasos y escuchan la voz de Paulina:
—Oigan.
Se dan vuelta. Ella ha bajado la ventanilla.
—¿Se puede parar una vaca cuando se voltea?
—No creo, Paulina —responde Julio—. Son pesadas.
—Entonces traten de hablarles a esos tipos.—Mira a Andrea, que
observa su celular con indignación—. O sea, si los encuentran.
—No estoy mintiendo —repite Julio.
Aunque sí está mintiendo. Un poco. Pero está seguro de que vio la
vaca volteada.
—Quiero acercarme —le dice a Cris—. Era más adentro, por allá.
Y se pierden en los campos oscuros.
Fuente: Ministerio de Cultura / Extracto del cuento «Las vacas», de Antonio López van der Schraft