Llegaron las fiestas patrias

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Por Gabrial Amantini

Para muchas personas, entre los que me incluyo, setiembre es sinónimo de pasarlo bien y comer hasta llenarse el buche. Empandas, anticuchos, asados, vino, chicha, dulces, y otras bebidas criollas, adornan, como si fueran guirnaldas, esta memorable hazaña de los padres de la Patria.

Los achaques y enfermedades, sin importar la gravedad, pasan a segundo plano: la presión arterial se va las nubes, la dieta, que comenzó el día en que tomó conciencia que el verano avanza a pasos de gigantes: es olvidada por un par de días. Hasta el diabético más cuidadoso, hace uno que otro desarreglo, y, los más extremos, quienes han incluso prometido volverse abstemio: les tirita la pera con tan sólo oír el destape de los corchos de tinto.

Las fiestas patrias son para gozarlas y no para lamentarlas. ¡No sea weón, si va tomar, no maneje!

Para un grupo de señoras más pretenciosas. Vislumbrando el apoteósico aporte calórico que pasará por sus entrañas durante las fiestas. Se disponen a “tomar medidas” para evitar el acumulamiento de grasa –kilos de más. Lechugas y carnes blancas o pescado, serán engullidos en pos de cuidar la línea. (Entre nos, más que línea. Son curvas, muchas veces pronunciadas al máximo en su anatomía).

Los menos vanidosos, sólo cuentan los días para tan importante acto republicano. Llenarse el buche y emborracharse; bailar y buscar conquistas; vomitar –en casos desmedidos-. Todo esto se convierten en los actos más naturales del mundo chilensis. No olvidamos tampoco, el llamado de la naturaleza. Las hormonas revolotean tal como las abejas en un jardín. El problema de este jardín, es, que esas abejitas están comprometidas en muchos casos. (Según se comenta, el programa de televisión “Manos al fuego” podría abastecerse de material suficiente, para unas mil temporadas, con los más variados grupos etarios).

Todo. Absolutamente todo pasa a un segundo plano al llegar la fiesta patria. Los problemas, las deudas, depresiones, infidelidades, caso Caval, SQM, guatón Dávalos, Rossi, Moreira, los Carlos, Ena y Jovino. (Curioso el caso de MEO, – es hijo de ustedes saben quién y le pidió plata al ex yerno del tirano-) y todos los sinvergüenzas que se han salvado, por ahora, de la mano poderosa de la justicia. Sin embargo, todo este lamentable circo no ha hecho más que emputecer a la chusma inconsciente; chusma querida. Al pueblo de a pie y que compra en 6,12, 24 ó 36 cuotas.

El pueblo sólo espera la llegada de las fiestas patrias: el momento único e irrepetible, para desahogar las amarguras y traiciones de una casta que perdió la vergüenza; una elite que mostró las más bajas y deshonestas acciones, cuyo fin era el poder. Maldito poder. En fin, este último año es un viacrucis que anhelamos olvidar para siempre. Y qué mejor remedio para olvidar tanta desfachatez: ¡pasarlo chancho el 18 y el entonarse con tinto! son la clave para el éxito, dijo un curadito. (Demás está decir, que las guaguas y curados dicen la verdad).

Dolores de estómago, diarreas, vómitos, caña y otros síntomas inimaginables, se apoderan del cuerpo de los trabajadores y sacadores de vuelta de mi patria. Hasta aquel cristiano, considerado el más fome, se tomará un “jotecito”; acto que para quien escribe: es un pecado abominable; si se tratase de un Casillero del Diablo.

¡Dios santo!, si contar de echarle pá adentro, se pierde hasta los más mínimos recatos y respetos a la sangre del Salvador. Chimbombos, vinos y demás alcoholes en botellas de plásticos. ¡Es el colmo! Por último, el cartoné tiene más estilo que ese vulgar recipiente de plástico.

Dignifiquemos los siglos de cultura vitivinícola cuyo pasado es imposible de olvidar. Sólo les hago está pequeña pregunta ¿conoce usted un curadito, sea familiar o no? Y la respuesta es conocida. Cuatrocientos años de vino no se olvidan.

Para lo que vivimos en pueblitos en los que aún es posible encontrar el mundo rural, con todos sus beneficios y costumbres, es, por así llamarlo: una obligación atender a los conocidos -que vienen a “pegar en la pera-” para las fiestas patrias. No incluyo la parentela, pues la sangre no se niega, aunque –en honor a la verdad- aparezcan sólo para las fiestas y el resto del año, ni me acuerdo de ellos. (Muchos de estos comensales, son grandes exponentes del volantín de cuero. El que cachó, cachó).

¡Ah! Cómo no recordar esas celebraciones familiares. Temprano en la mañana era sagrado ir a ver el desfile. Me podrán creer que mi sueño de pequeño era desfilar para el 18, y hasta en 4° básico nunca me eligieron; claro, la hija de la profesora, el sobrino, el conocido, tenían preferencia sobre el resto. En honor a la verdad, comento que por fin me eligieron para desfilar en 5°. Pero, cómo soy algo rencoroso –Dios me perdone- le dije: no, gracias.

Finalizado el desfile, nos íbamos a la casa de mis abuelos a almorzar. Antes de llegar, el aroma a carne asada, anticuchos y empanadas, envolvía la atmosfera. Y no miento al afirmar, que ese olor a comida desprendía tal potencia en los sentidos, que incluso los jugos gástricos revoloteaban de alegría. –para los carnívoros, eso sí. (No falta el pariente despistado que invita un amigo vegano para el 18. Éste, explica en simple su profesión de fe gastronómica, dejar atónicos al 99 % de los hambrientos comensales; quienes con asombro y temor, cuestionan hasta la capacidad mental del asesino de hortalizas).

En esos años, era muy común ver garrafas sobre la extensa mesa, en vez de botella de litro o 3/4. ¡Nadie andaba como siútico metiéndole el dedo en el poto de la botella, para saber si era de exportación o de buena calidad! Era vino o chicha y se bebía sin poner en la más mínima duda en su calidad.

Entre salud y salud, van cayendo rendido al encanto del alcohol. Los más divertidos se vuelven actores, imitadores, humoristas; los sensibles, les baja la melancolía, los miedos y un sinfín de dramas algo imposible de entender en castellano alcoholizado; los extremos, cambian de color sus labios se tornan morados, y sin ofender a nadie, pero es verdad, porque lo ví. Se mean. Sí, se orinan y no se dan cuenta –risas- y andan por la casa como si nada.

Todos estos estragos, para la dueña de casa y, risas para el resto, se han perdido poco a poco con el pasar irremediable del tiempo. Primero; la Pelá, se ha llevado a muchos; segundo, todo cambia, gustos, música y tragos; tercero, el individualismo “económico destructor”, hijo del protestantismo de los siglos –s.xvii-xviii, han terminado por resquebrajar el tejido social de un país. Terminamos cuatro siglos de inquilinaje, para volver a trabajos de turnos (día y noche), se trabajan feriados, inclusive el domingo. Y lo más grave de todo esto sucede a fin de mes: el sueldo no alcanza a cubrir todas las necesidades. Hemos olvidando el verdadero sentido de la vida y el trabajo.

Las fondas y ramadas de antaño reflorecen en los recuerdos taciturnos de los más ancianos. Celebraciones hermosas, grandes desfiles y comilonas. Días de juerga y compartir. Garrafas, damajuanas y chuicas, eras los centro de mesa que entonaban al pueblo a celebrar el famoso: “no te pasí de listo weón” (juntas peninsulares toman el poder del cautivo Fernando VII -esperando que volviese al trono, luego de la invasión de Napoleón a España- y quisieron pasarse de listos: arrogarse el derecho, que, sólo su católica majestad poseía en las tierras americanas: reinar.

A falta del monarca, los vecinos de América, crean sus propias juntas y resguardaron el poder real –por decirlo así-, esperando la pronta liberación de su rey. Todo conocemos el fin de esa epopeya. Así nació la república de Chile. ¡Salud por eso!.

Esos locales de ramas y piso de tierra, jarras de arcilla, vasos de greda, cantoras populares y guitarreos, fueron bautizadas como: “ramadas”. Con el pasar del tiempo, las ramadas han dado paso a locales más sofisticados, en el que: la limpieza, el jabón, agua potable, cloro, mascarillas, gorros para cocinar, etc; se tomaron la noche y la juerga, y de paso, se convirtieron en accesorios obligados.

Las cuecas y tonadas han cedido espacio a los corridos mexicanos; el reggaetón en menor medida y, el que para muchos, el verdadero himno nacional: la cumbia, se apodera de todas y cada una de las celebraciones dieciocheras. Desde el más pobre y miserable, hasta el más cuico y acaudalado, termina bailando al son de: “La parabólica”, “Daniela”, “a Tite lo entierran hoy”, “la peineta”, “el galeón español”, etc. La música une, no mira clases sociales, sexo, estirpe o condición; la patria cuando festeja: congrega. Las ramadas se convierten en verdaderos bálsamos de chilenidad y fraternidad.

Las celebraciones nos recuerdan que todos somos hijos de una misma tierra y al final, nos guste o no, somos todos americanos y hermanos (menos los gringos). Hablamos la lengua cervantina, rezamos al Dios uno y trino, y amamos el weveo. Dejemos el rencor, las desdichas y por último, si no es posible perdonar, hagámonos los lesos por unos días. Chile necesita celebrar y reír: ¡Viva Chile!

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