Todos los días se dejaba despertar por el teléfono celular y ese solo de guitarra eléctrica que espantaba las golondrinas anidadas en su techo. Esta vez, cinco tal vez seis minutos antes, sus ojos se abrieron completamente concientes, una especie de espanto que lo recorrió entero y lo dejó lúcido cara a cara con el blanco techo del cuarto. Había algo en su pecho, un vapor que flotaba azaroso entre la imaginación y el dolor, una respiración cortita que sin cablería alguna se le conectaba con un punzón en la cabeza, una sensación de espera, ese malestar que le atacaba los días domingos por la tarde a eso de las siete, cuando la memoria se le aclaraba recordándole que debía la primera tarea del día lunes, la prueba de álgebra o las páginas del libro, una prisa molesta que avisaba que el fin de semana acaba sin dejar peso alguno, descanso alguno en su alma adolescente. La sensación fue creciendo, la habitación, las sabanas y los segundos que volaban y el día, el día que se le colaba por las rendijas de la cortina, la sensación, la sensación de que ese era el último día, un domingo parido en la mañana de un miércoles, pero más punzante, más molesto, un día no igual al de ayer, un día con impresión a ser el final, un día con malestar de ser el último que vivía.
Las guitarras sonaron pero antes de terminar el acorde ya había puesto una pesada mano en el aparato. Llenó sus pulmones, intentando transformar el efecto en nauseas, en enfermedad taimada y así comprobar que el malestar era gigante tal como la impresión de que mirar el cielo de su habitación era la última.
Recorrió todo con su vista y cada vez que fijaba sus ojos en algo la turbación prosperaba en su pecho. Esa era la última vez que miraba su televisor, la última vez que veía su escritorio y el computador a medio apagar, la ultima de su mueble, la ultima de su desorden. La última vez incluso que escuchaba los zapateos y voces de las golondrinas que regresaba de su espanto.
– Martín, necesito que te apures con la ducha. Necesito salir mas temprano que ayer y no quiero que me atrases – graznó su madre entrando violentamente al cuarto.
A Martín le volvió el alma al cuerpo. La sensación no gobernó la figura de su mamá, ni cuando la vio preparando las meriendas en la cocina camino a la ducha, ni cuando se topó con ella en las escaleras tapado con la toalla verde. Tampoco sintió nada cuando vio a su hermana pequeña manipulando una mamadera sobre la cama de su Padrastro. Bajó a desayunar intentando por todos los medios controlar la conmoción y no preocuparla, aunque sabía que estas cosas que de vez en cuando se alojaban en su cabeza, esos miedos que a veces le ganaban la batalla y lo arrojaban a un matrimonio con fármacos de esos que dan los loqueros.
Caminar por la calle fue peor, las casas de las villas que separaban su colegio de la casa, los autos, los cables y los postes de la luz, las rejas y los perros vagos, e incluso las personas que caminaba a su lado con el mismo uniforme gris, padres y niños, abuelos y muchachas de gordos muslos, todos ellos, elementos que aparecían a diario frente a sus ojos, todos le arrojaban la misma cosa.
Pasó como una figura pálida por inspectoría. No saludó como lo solía hacer a las señoras. Entró a la sala sin levantar la vista del suelo y en su puesto, dejando la mochila tirada en el pasillo, al lado de la Aurelia Villanueva, se encerró en una muralla de brazos con la cara pegada a la mesa.
Nadie dijo nada. En el ambiente movedizo de las personalidades adolescentes, las preguntas muchas veces estaban demás. A los diecisiete años todos tenían el derecho de manifestar lo que se le viniera en gana, de mostrarse como zombi putrefacto o querer compartir la alegría de mil circos sin unir nada al contexto ni mucho menos buscar las circunstancias precisas. El punto era que Martín ya lo sentía, sin la necesidad de cruzar miradas con nadie. Esa era la última vez que estaría con sus compañeros, en esa sala de clases, en ese colegio pulcro. El miedo, que le había disipado la figura de su madre, no hizo más que progresar en el trayecto, lo encogía en ese lugar sin darle tregua alguna y ahí en ese salón, se erguía con ganas de cursar sentencias.
– Martín… ¿Qué te pasa?… llevas veinte minutos ahí con la cabeza en la tabla. El profe te ha mirado varias veces y sabes bien lo que eso significa. Sin duda te crucificará con una interrogación.
Aurelia siempre se mostró preocupada y era la única de esa sala que sabía sobre sus demonios, sus ataques de soledad, sus turbaciones incontrolables. Era ella que en silencio lo recibía e interpretaba sus ojeras, sus temblores de manos, sus cabellos desordenados, sus ansían incontrolables en esa relación inclasificablemente cercana que se entabla con los compañeros. Claro está que Martín jamás agradeció esas consideraciones con las intenciones que Aurelia hubiese querido, porque sus características solo alcanzaban para llenarlo como una buena amiga.
– Tengo la sensación de que estoy viviendo el último día – soltó sin ningún tipo de paliativo.
– ¿Pero cómo? ¿El último día de tu vida, o el del… planeta? – preguntó en voz baja Aurelia, acostumbrada a llevarle el juego.
– No, no el mío, el último día de las cosas, de lo que hago a diario, de esta sala de clases, de escuchar a este profesor ridículo.
– ¿También es el último día mío Martín?
Por segundos sus ojos se cruzaron. Todo sucedía con la cátedra de fondo, con los sonidos de lápices hiriendo con sus puntas los cuadernos, con los estornudos y toces primaverales de los alérgicos, con algún muchacho que protestaba allá afuera.
– Es extraño pero no. Igual que con mi mamá. Sentí que no era la última vez que la veía – contestó el muchacho retirando sus ojos del campo de batalla.
– Bien…si a mí me pasara eso… digo eso de sentir que este es el último día de todo, no hubiese venido a encérame al colegio – mencionó molesta la muchacha. La respuesta que esperaba de tiempo nuevamente se esfumaba.
– ¿no?
– Por supuesto que no. Yo haría todo lo que no he hecho hasta ahora. Imagínate… vamos en tercero medio… nos queda una vida por delante.
La danza de dudas se detuvo en el pecho de Martín. Aquellas palabras hicieron sentido en su agitada cabeza y cobrando forma en el vació oscuro, detuvieron cuan domador una horda de leones hambrientos a las sensaciones nefastas que le avinagraban la mañana. Se puso de pie, convencido de dejar su bolso en el mismo lugar donde lo puso con la seguridad de que donde iría no la necesitada y que después de ese día no la necesitaría jamás. Caminó donde el profesor e interrumpiéndole la charla de binomios le solicitó autorización para el baño.
– Con ese rostro de hospital, me daría miedo no dárselo Martín – fue la respuesta del docente.
En cinco pasos tubo en sus manos la manija de la puerta. Volteó su cabeza para dedicarle la mirada a su amiga. Y ahí estaba, la certeza de que era la ultima vez que miraba a Aurelia Villanueva, su tal vez única cercana en aquel curso.
La suerte lo acompaño. Del colegio el Cuarto Medio salía a una de las tantas ferias universitarias que se instalaban en los pueblos colindantes a la capital. Pasó desapercibido frente a las autoridades del portón y mezclándose entre la muchedumbre, que no cuestionó su persona en los metros que separaba su establecimiento de la avenida principal, revisó sus ahora sosegados pensamientos. ¿Qué es lo que debía hacer si la sensación era correcta? A su corta edad las necesidades de peso no fueron muchas. Se imaginó en dos situaciones que en gran medida habían ocupado sus horas de melancolía y plenitud. Y lo primero que debía hacer, entendiendo que el tiempo era algo de lo cual no se podía confiar, era ver a su padre.
Martín cursaba sexto básico cuando Evaristo se fue de la casa. En dos noches su corazón había quedado fragmentado en placas como si fuera la mismísima corteza terrestre. En la once de pan y margarina sus padres le anunciaron que ya no era posible continuar con el matrimonio, por temas que jamás mencionaron, por peleas que nunca manifestaron, por razones que quedaron difusas en los mantos de magma a temperaturas tan altas que no era posible acceder a ellas. Él solo debía entender y agradecer que el proceso había sido civilizado. Esa noche supo lo que era llorar, para cerrar las ventanas trancadas a veces eran necesarias las malas palabras, los insultos, hasta los golpes. Así se hubiesen ahorrado años de psicoterapias para arrebatarle de su pecho aquella culpa que no lo dejaba dormir, que no lo dejaba salir de su habitación, que no lo dejaba hacer amigos o simplemente, no le permitía reír como lo hacían el resto de los muchachos. La segunda noche fue la peor. Su padre tomó las pertenencias que creyó necesarias, las acomodo en su camioneta roja y sin mencionar paradero alguno ni intención futura, se perdió en la telaraña de calles de su villa.
Todo tomó distancia, la relación con su madre, la relación con lo familiares, la relación con el mundo, su mesa creció de tal modo que divisar a su progenitora al otro lado se hizo difícil, para llegar a su habitación debía caminar quilómetros, para ver televisión debía agudizar tanto la mirada que cualquier intento terminaba con un dolor de cabeza. Y comenzaron los temblores ya que el gran terremoto de Febrero los encontró solo en su habitación, dormido y a tientas pensó que su padre lo jalaría hasta el patio, pero eso no pasó. Sintió que el hipocentro fue en su propio pecho, que las ondas telúricas recorrieron sus miembros y se alojaron en las cosas, en la mitad de su país, en el recuerdo de las personas y fueron sus lágrimas las que con furia devastaron las costas regalando el dolor que a él le sobraba.
Era su padre su primera elección, debía hablarle, debía pararse frente a él y comprobar si esa mirada que cruzarían se trataba de la última. Si así era, le diría todo aquello que lo enorgullecía, que en el fondo, después de tantos años no habían rencores que se interpusieran en ese abrazo que se daban todos los fines de semana.
La carnicería se llamaba “Las tres C” y su padre acostumbraba abrirla de lunes a lunes a las ocho en punto. Cuando vio entre sus clientes a su hijo, con la entereza de una aparición nocturna, se apresuró en atender. Por su parte Martín se llevó la impresión de no haber apuntado con el momento justo. Su mensaje de fatalidades y jornadas que se acababan se disiparon en el momento en que vio a Evaristo. Esta no era la última vez que veía su moreno rostro, sus ojos de perro golpeado, sus ondulados cabellos.
– Tú por acá, negro. ¿Necesitas algo? – preguntó Evaristo al ver que su hijo lentamente se acercaba a la salida.
– En realidad no papá, solo pasé a saludarte y ver como estabas – contestó el muchacho incomodó por la presencia de las señoras.
Aquello era ridículo. Todo lo demás estaba caducando, todo a su alrededor perecía en un maremoto de sensaciones, menos su madre, menos su padre y aun así la viabilidad del dolor, del miedo, la seguridad de que aquello era real no se desvanecía.
– Sabes una cosa… es cierto… necesitaba algo… necesitaba decirte gracias.
– Gracias… de que si aun no me pides dinero.
– Gracias por ser mi papá, gracias por ser valiente y anteponerte a las dificultades de dejarme con mamá, gracias por no inyectarme ira cuando la sentiste, gracias por compartir conmigo jornadas interminables, por ser tan niño como yo, por no enojarte cuando fui distinto al hijo que tu querías, por que a pesar de que tu corazón estaba malherido no dejaste de ir por mi y mostrarme que la vida vale la pena… gracias por enseñarme lo que me ensañaste, por que nunca te lo dije pero cuando pensaba, cuando pienso en ti me veo yo como papá, me imagino teniendo en mis brazos a un hijo y me he sorprendido diciéndole y haciéndole las mismas cosas que tu me hacías, las mismas palabras que me decías, las mismas caricias las encuentro en el lugar donde tú las pusiste.
Sin más abandonó el negocio dejando boquiabiertas a las señoras y al propio Evaristo. Las etapas de su hijo las conocía a tal punto que ofreciéndole una sonrisa nerviosa a la clientela, siguió cortando carnes y pesando los gramos como lo hacía siempre.
La plaza de la comuna era toda vida un miércoles por la mañana. Los barrenderos pulían su rostro a fuerza de escobazos, los taxistas embellecían las latas de sus vehículos, los comerciantes rociaban las veredas con abundante agua, los choferes hacían ronronear los motores de los buses que viajaban a la capital, hasta las palomas dibujaban figuras con sus vuelos sobre el campanario reverenciando al sol que ya calentaba las cabelleras de los que se atraerían a salir sin protección. Martín tomó una banca por descanso para calcular sus siguientes pasos. Debía buscar a Marisol Romero.
Marisol Romero hizo una aparición fugaz por su curso cuando cursaba octavo básico. No era destacada en participación, no tenía un discurso sorprendente, no resaltaba por su elasticidad en gimnasia o por su pericia para resolver ecuaciones, mucho menos para recordar fechas de batallas o siquiera colocar tildes sobre las palabras, en un universo de muchachas enjutas Marisol embobaba por su galería de formas protuberantes, por su barniz marino, por sus cabellos azabaches perfumados con hierbas de negocio, por esos ojos de mantis que escandalizaba a las maestras y hacia rezar a los docentes por las noches. Cuando Martín la veía entrar a la sala de clases, las penas de una vida como epicentro de temblores cambiaba, se volvía todo calor, todo volcán e inventaba pretextos para ayudarla sin que ella lo necesitara, fabricaba prestaciones de materiales sin que de ella nacieran la mas mínima necesidad de cumplir con los deberes, buscaba excusas para atrapar la estela de aromas, algunos cercanos al estro de las leonas. También se diluía en frustraciones cuando no conseguía siquiera un hola esporádico, cuando escuchaba a sus compañeras comentar las acciones licenciosas de la muchacha, cuando la cofradía de malditos interesados crecía en número tanto que era imposible contarlo con los dedos de las manos y la manera única de matar las infecciones de la carne que lo carcomían después de cada jornada era acercándola desnuda a su cuerpo bajo la ducha, entre las sabanas, en el living cuando la soledad se lo permitía, procurando no salpicar su hombría en los sillones. Con ella se aventuró a tener hijos, con ella se proyectó en dejar sus miedos, con ella podría caminar entre dos placas tectónicas.
Sin medir prudencia, sintiendo que la naturaleza a su alrededor moría bajo su última mirada, tomó rumbo a la casa de la muchacha. Gracias a las redes sociales sabía perfectamente donde vivía, conocía que estaría en su hogar de ya que había abandonado los estudios, pero desconocía por completo y en parte gracias a la idealización que Marisol vivía prácticamente en un matrimonio con un muchacho.
Sus piernas lo llevaron por la calle en dirección al cerro, lugar donde descansaban las villas de casas diminutas. Nuevamente la sensación de estar viviendo el último día lo atrapó en cada vivienda y persona que pasaba a su lado. Marchaba pescando las palabras que usaría para sorprenderla, para sacarla del estupor mañanero y crear en ella una brecha de sorpresa. Estúpido no era, en lo que duró el camino jamás fabricó esperanzas tontas ni dibujó escenas románticas. La intención era lograr que ella lo escuchara.
La expulsión de Marisol fue tema que duró por lo menos dos años. Fue una tarde de agosto en que se desató el huracán en su colegio que tenía fama de tranquilo y respetuoso. La muchacha hace semanas era asediada por Carlitos del Cuarto Medio B, que embelesado por las formas no previó el desacuerdo de Anita, su pareja oficial. Los malos entendidos, chismes y equivocaciones terminaron en un encuentro pugilístico en el centro de la cancha iniciado por la muchacha más grande y donde Marisol contestó no dando tregua a su agresora. Jamás se había visto tanta sangre en esa cancha, jamás las niñas podrían haber imaginado que una mujer agrediera de modo tan violento, jamás nadie se creyó que los dientes de Anita podían quedar regados por el cemento. Más aun, la canícula se asoció con la batalla, las inspectoras y maestros tardaron demasiado en llegar a separarlas, tiempo que le dio a la más pequeña para arrastrarla de los cabellos, segarle unos cuantos y azotarle las infamias en el suelo ante los llantos de los que no conocían el verdadero rojo del líquido vital. Por su puesto que los padres de la maltrecha trotaron a Dirección para reclamar por Marisol y en la reunión efectuada en su honor salieron a flote los atributos de mujer de la vida a pesar que solo tenía trece años.
Su casa estaba flanqueada por dos árboles secos. Nadie se había preocupado en años de darle de beber. La pintura de su fachada se descascaraba y las hojarascas adornaban el diminuto antejardín de macetas vacías. Lo único que mostraba que el hogar estaba habitado era el auto estacionado frente a ella, Chevrolet Camaro amarillo, de negras franjas en el capó. No dudó llamarla por su nombre en esa prisa entendida solo por sus ansias. Al tercer grito salió una maltrecha Romero, distanciada completamente de la belleza aborigen que lucia hace cuatro años. Por su puesto que no lo reconoció, ni siquiera lo hacía cuando compartían sitio dentro de la sala de clases. Un buzo maltratado, un chaleco de puntos corridos, la cabellera rubia que había enterrado la negra exuberante, un rostro de cansancio y la tez de bandida que el tiempo se había encargado maquillar.
– ¿Qué querís? – preguntó hoscamente Marisol en voces de perros.
Martín enmudeció. La señora que tenía frente a sus ojos no podía ser Marisol, pero era ella, no cabía duda, aunque se disfrazara de payaso o engordara mas que una deidad hindú él sería capaz de reconocerla y no le gustó, la decepción fue tanta que no pudo controlar que esta le saliera a flote en su rostro ni tampoco pudo evitar que ella se diera cuenta. Salió su pareja, un tatuado panzón que furioso se fumaba un cigarrillo. Sin preguntar siquiera el bandido salió por la reja, lo tomó del pecho y con fuerza lo aventó al asfalto.
– ¡No le vendemos a pendejos de uniforme¡
Martín se puso de pie. Caminó de espaldas sin dejar de mirar a Marisol, con la esperanza de que la aparición se transformara en la princesa púber que lo había acompañado en tantas noches. Pronto esa mirada se convirtió en la última que le dio y la impresión de tenerla ahí se transformó en frustración, luego en furia, una hiel que le quemó el cogote y lo obligó a tomar una piedra de la misma calle. Sin pensarlo la lanzó con la energía para que le cayera con fuerza a ambos en la cabeza pero la puntería no lo acompaño. La agresión hirió el techo del vistoso vehículo.
Lo demás pasó en cámara lenta. El rufián sacó de su espalda baja una pistola y sin hacer la puntería necesaria descargó dos veces el arma sobre Martín.
Las balas pasaron silbando tan cerca de su cara que el calor dejó una marca en sus mejillas. Descontrolado corrió por la calle mientras escuchaba los improperios de su agresor, mientras sentía que los vecinos se asomaban para ver lo ocurrido, mientras los socios del negocio criminal salían a las calles armados para enfrentarse a las bandas rivales, no aun chiquillo estúpido que corría por su vida.
Escapar por donde llegó era imposible, montado en su audaz vehículo el criminal le daría alcance antes de que alguien recordara siquiera lo que había sucedido. La opción sensata era escabullirse por el cerro, perderse entre los quillayes y boldos.
Corrió como nunca, sin dar tregua a sus piernas, a su respiración o al calor que a eso de las nueve se hacía sentir y cuando decidió voltearse perdió la calma al comprobar que eran varios los que corrían tras él colina arriba.
Unos cuantos balazos más interrumpieron la tranquilidad del cerro. Su cuerpo transformado en un lince por la adrenalina no le daba pausa al cansancio ni siquiera a sus zapatos de suela que poco se agarraban al pasto. Los espinos le ayudaron a ocultar su figura y seguir corriendo combinando caminos tatuados en el suelo. Correr y ver que los bandidos se sumaban en las faldas y más abajo Marisol misma que se quejaba frente a la herida hecha al Camaro.
En quince minutos llegó a la cruz que marcaba la cima del monte, volteó su cabeza y vio varios metros abajo que aun lo buscaban y que su físico era quien lo mantenía todavía a salvo. Tras eso, el pueblo y la sensación horrorosa, era la ultima vez que lo veía, la ultima vez que con una mirada recorría su dibujo de calles casas y árboles frondosos, la ultima que divisaba el campanario de la plaza y la torre de la compañía de teléfonos, el gimnasio municipal y la carretera que se perdía tras la loma del cementerio. No podía detenerse a contemplar la triste sensación de que todo aquello mañana no estaría, de que efectivamente esa visión fue la mas poderosa que había experimentado hasta el momento porque el caserío contenía miles de almas completamente ajenas a la creciente preocupación.
Como pudo saltó la reja y con la misma prisa comenzó su descenso.
Del otro lado el río Puange serpenteaba brillante tranquilo dañando los campos. Su zapato derecho no resistió la carrera y se abrió mostrando un poco de calceta. El sudor dibujó formas sobre el blazer institucional y la polera era una toalla humedecida completamente en el pecho y barriga. Un par de espinos se quedaron con la tela del pantalón, sobre todo con la que resguardaba su trasero, resbaló unas cuantas veces siendo una avalancha de brazos y piernas a ratos, aunque el dolor de cuerpo ni la sangre de rodillas lo detuvo en su intención de llegar al agua.
Media hora demoró en su tarea titánica, un cuarto de hora más y estaba oculto tras un sauce que lograba tocar la corriente con sus verdes dedos. Nadie lo siguió hasta ahí, desde ese punto pudo mirar por completo el cerro y comprobarlo.
Sus pasos fueron calmos, la rivera le dio la tranquilidad que necesitaba y el abandono de las ansias lo hicieron llorar de manera copiosa, las balas que rozaron su cabeza lo colocaron en una posición jamás prevista, a centímetros de la muerte. Caminó hasta que otra agrupación de árboles le regaló un poco de césped. Se echó sobre él a la sombra y sin más, se abandonó a un sueño envolvente.
Para cuando abrió los ojos el crepúsculo lo gobernaba todo. Había dormido el día completo. Estaba lejos de su casa en la mitad de la nada, rodeado de voces de grillos, graznidos de garzas y sinfonías de ranas. Al ponerse de pie, el aroma, la briza de la tarde y los mosquitos le otorgaron nuevamente la sensación, esa era la última vez que veía ese cosmos verde. Había escapado de su colegio, había escapado de darle explicaciones a su padre, había escapado de las garras de narcotraficantes pero no de aquella sensación que lo usaba de títere.
¿En que terminaría ese último día? Los motivos siempre los tuvo ahí, en la pantalla de su computador. Por las noches se sumergía en la red buscando conspiraciones que le pudieran dar respuesta a uno de sus íntimos deseos, el final en conjunto de la toda la civilización que de alguna manera culpaba por ser tan distante a su sufrimiento, tan fría a sus quejas. Imaginaba un terremoto cataclísmico, la tierra abierta tragándose a todos, olas gigantes que llegaban y azotaban a sus hostiles maestros, alienígenas desafiantes que montados en máquinas esclavizaban a sus enemigos y se comían a las mujerzuelas. También esperaba la simpleza de un sol cansado, uno que por propia voluntad girara para darle la espalda al Sistema, una oscuridad eterna donde las formas se congelaban haciendo puentes de plata con el resto de los astros.
Recorrió toda la rivera hasta que la luz del día solo fue un recuerdo en su espalda. En todo el trayecto no pudo evitar pensar en su madre, en las consecuencias de sus acciones y en la probabilidad de que todo no fuese más que otro de sus enredos emocionales.
Uno de los psicólogos que había visitado se lo había advertido una vez. Lo que él tenía eran ataques de pánico. Más que darle tranquilidad la sentencia, fue una ofensa de la peor calaña disfrazada de término aceptable. El dolor en el pecho era insoportable, no podía llenar sus pulmones de aire, su brazo izquierdo se paralizaba y sus ojos pretendían escapar de sus cuencas y el malestar, la lanza, esa que se enterraba lentamente empalándolo. Eso no era producto de una mente alterada, eso era real, por que su cuerpo era capaz de enroncharse completamente y desgarrarse en un picor irracional, era capaz de inflarse y marcarse en millares de pústulas desde la planta de los pies hasta las manos, hacer las noches jornadas interminables de un miedo sin explicación, ya que dormir significaría que él no estaría ahí consiente para darle la orden a los pulmones de trabajar y las arañas que bajaban del techo en la madrugada o las terribles visitas de sombras, esos individuos encapuchados, decenas de Muertes ahí en la oscuridad de su habitación esperando que se cansara de respirar, ahí todas murmullo para rifarse su pellejo infortunado, siempre en estado de réplica.
Se lamentó de si mismo, como solía hacerlo desde siempre y fue esa sensación de hacerlo que nuevamente prendió las luces ya que sintió que ese lamento era el último que hacía en su vida.
Las casas de su villa tomaron forma en el horizonte. Atrás quedó la humedad del río y su fragancia, cada paso lo acercaban al final de la jornada aunque el consuelo de saberse una molestia para todos no le restaba fuerza al síndrome fatalista. En sus cavilaciones estaba cuando vio lo impensable, el Camaro amarillo con dueño y todo apostado frente a su pasaje. El conductor del vehiculo, el ofendido malhechor daba órdenes a un grupo de mafiosos que en parejas se alejaban en distintas direcciones. No hubo duda, lo buscaban a él. La sombra de un arce le brindó el escondite necesario para pensar sus próximos movimientos.
No podía utilizar las calles por lo que se vio en la obligación de abrir portones ajenos y saltar murallas desconocidas. La escena no estaba para amasar otras posibilidades, cruzó procurando hacer sus carnes invisibles, sus sustos aire, su imagen desaliñada cuadro común que se da a diario por los barrios.
-¡Tu… el de uniforme! – Le croó agresivo un sujeto.
Apuró el paso y en una explosión de trotes se metió por el portón de una de las casas escuchando como el sujeto daba gritos a sus compañeros. Corrió hasta dar con la muralla posterior y a tientas coloco sus pies sobre cajas para impulsarse y saltar al otro lado. Quedó encaramado en un techo cuyas latas delataron su presencia. El barullo había despertado a los que escucharon los alaridos y ya los captores se percataron que su presa corría como cebra asustada por las techumbres de la villa en un intento desesperado.
De pie calló frente a una familia que comía en el patio en sillas de plástico, causando tal impresión que las tasas de té se transformaron en maremotos sobre la mesa triste. No demoraron los improperios, ni los llantos de los niños que miraron a los cielos creyendo que llovían muchachos. Pero Martín siguió, llegando al pasaje y visualizando la casa que lo separaba de la ventana de su habitación, allá en las alturas del segundo piso, allá en el lomo que podía ver desde ese lugar, allá donde la pesadilla se acabaría. La segunda puerta que abrió no le permitió ver que uno lo agarraba de la manga. El tirón fue tal que dejó la mitad de su pecho al descubierto, rápido, liviano como un gato, trepó la ampliación agarrándose de las trenzas de una enredadera que cubría la fachada. Dejó un zapato atrás, esta vez no fue tan ágil, una de sus piernas se enterró hasta el muslo hiriéndole la canilla al forzarla para continuar y su techo, la edificación de su casa, trancos apresurados y pudo entrar por la ventana de su pieza comprobando que nadie lo había seguido en esta maniobra.
Una avalancha se le vino encima, botellas de perfumes, cuadernos, zapatos desordenados, todo lo que se encontraba encaramado en su espacio personal al momento que la algarabía alertaba a sus padres y lo llamaban por su nombre exigiendo su presencia.
– ¡Martin… pero que sucede… por donde haz entrado¡ – su madre con un timbre más bien suave.
De pie Martín avanzó. Al bajar peldaños a peldaño las escaleras pudo comprobar lo inesperado. Su padre también se encontraba ahí, y en un costado, sentado más bien enterrado en un sillón, su padrastro. Todo esto no podía ser bueno, los matices de una vida a medias se encontraban conjugados en esas tres personas, una película descolorida solo posible en los profundos rincones de su psiquis.
– Me llamarón de la escuela para contarme que te haz fugado, he pasado todo el día tratando de ubicarte… dinos… que te pasó – su padre con la preocupación que profesaba siempre.
Ninguno de los tres estaba enojado. La cólera era algo que habían erradicado hace mucho sobre todo para hablar con él.
Martin entendió a la perfección lo que estaban haciendo, el intento desesperado de mostrarse severos cuando en realidad la preocupación de tener un hijo paranoico, paranoico y perdido a sus anchas en el pueblo, los harían arrojarse sobre él y agradecer a los cielos por su bienestar. Y entendió también que fuese lo que fuese, debía contarles lo ocurrido aunque las acciones dictaran bastante de lo considerablemente normal. ¿Entenderían el extraño motivo horneado en las emociones con las cuales despertó ese día? ¿Lo regañarían o le ofrecerían el calmado rictus enseñado por los malditos psicólogos, ese que los hacía anteponerse a la frustración de tenerlo como resultado a él, ese que los transformaba en todo comprensión, en todo democracia, en todo entendimiento? Pero no pudo hacerlo, no alcanzó a dar un paso más por el cuarto. A sus espaldas el vidrio de la ventana reventó y la energía del choque se concentró en su tórax, alojándose en el músculo cardiaco como un sentimiento fugaz, como esas respiraciones atormentadas de día borrascoso, el olor a pólvora y el ruido indescriptible de un disparo, el automático gesto de llevarse la mano al pecho para no dejar escapar por borbotones la sangre que sin tapujos, en fracciones del tiempo, salía como vertiente primaveral.
Quiso decirles que no se preocuparan, que ese dolor interminable en el pecho lo había sentido desde siempre, una condición a la cual ya estaba acostumbrado. No lo logró. Al levantar su vista, al cruzarla casi al unísono con su padre y su madre pudo corroborar lo que venía arrastrando hace horas. Esa mirada, esa lenta y sabrosa mirada, era la última que les ofrecía a sus progenitores.