Rumbo Inesperado

Fecha:

Era 1987. Aún no eran las once de la mañana. La adolescente caminaba sin rumbo por la calle polvorienta de una población desconocida. Aunque se restregaba los ojos para secarse las lágrimas, no veía bien por donde pisaba. Le costaba respirar y en medio de sollozos mudos, hacía esfuerzos inútiles por pensar en otra cosa. En un momento de lucidez, como si alguien tocara su hombro, se detuvo y se preguntó qué estaba haciendo. Cuando logró calmar el llanto miró a su alrededor y se vio cercada de una pobreza que solo había visto en televisión. Aunque eso no era del todo cierto.

Oculto en su memoria ─como un mal sueño─, estaba el recuerdo de la tarde de verano cuando su papá en un arranque de realidad la llevó en el auto familiar, junto a su hermana, a la Población La Legua en San Joaquín, en la zona sur de Santiago, conocida por su miseria y narcotráfico; con el propósito de mostrarles cómo era la vida. En esa oportunidad, no se aventuraron a entrar, porque los grotescos «lomos de toro» de cemento improvisados y hechizos que los pobladores instalaron a la entrada de cada calle, les impedirían salir rápido por si las cosas se complicaban. Su papá se limitó a conducir solamente por las calles perimetrales, donde podían apreciar las hordas de púberes que metían sus moquillentas narices en bolsas plásticas pegajosas con sus miradas perdidas en la nada. A hombres de pie en las puertas de sus casas con ojos fieros y bocas deformes y repulsivas. A viejos y viejas que, a sólo metros, sentados en círculo, se fumaban la vida en pipas extrañas sobre sillas gastadas y desteñidas, vigilantes de cualquier movimiento. Vieron jeringas, antenas de autos trozadas y papelillos tirados en cada esquina. Camas improvisadas de colchones rotos y frazadas sucias, donde algunos se desvanecían sobre los ratones que deambulaban por todas partes. No había niños jugando en las veredas, ni llegando con sus madres de comprar el pan. Quizás estaban encerrados intentando salvarse de la existencia al que aparentemente este lugar los destinaba. Lo que estaba ante los ojos de la niña esa mañana de otoño, no llegaba a ser lo que vio ese día en La Legua, pero no era lo que ella conocía.

Frente a una reja negra de una de las casas del sector, se sintió perdida. No sabía dónde se encontraba, ni cómo volver a su barrio. Había caminado sin rumbo fijo desde que se bajó de la primera micro que vio pasar, al escaparse del colegio hacía un par de horas atrás. Mientras pensaba si seguir caminando, desde el alto cielo, el sol de abril intentaba brindarle calor. Se volvió a secar las lágrimas con la manga de su chaleco e intentó calmarse. Ahora que podía ver mejor, notó que en la esquina había un letrero de caballete de madera con letras rojas, que decía: Almacén. Respiró lo más profundo que el nudo en su pecho le permitió, se armó de valor y se encaminó hacia el lugar. Su rostro y sus ojos hinchados revelaban lo que no podía decir con palabras. Al abrir una puerta de vidrio, sonó una ruidosa campanita. Detrás del mesón, se encontraba un hombre mayor que hojeaba distraídamente un suplemento deportivo. Éste, al escuchar el tilín tilín de la campanilla, levantó la mirada:

—Buenos días, mijita—mientras doblaba con agilidad las hojas del diario y lo guardaba—. ¿En qué le puedo ayudar?

Ella lo miró desafiante y respondió:

—Necesito el teléfono.

Por el tono de voz y lo enrojecido de los ojos de la muchacha, el almacenero no se atrevió a negarle el aparato que guardaba sólo para emergencias debajo del mesón. Así que metió la mano en el mostrador con rapidez y puso al alcance de la joven un grotesco teléfono, que a ella le recordó, uno antiguo que tenía su abuelo en la empresa, pero no sabía que se seguían usando. A pesar de eso, su rostro permaneció impávido. Al levantar el pesado y negro auricular, comenzó a marcar. El disco que giraba emitía el único sonido del lugar. Esperó un momento. Silencio. Intentó dos veces más. Otra vez, silencio. Nadie contestó. Cuando ella desistió de marcar, se quedó mirando el artefacto por unos momentos. Al salir de su duelo mental, se volvió al hombre:

—¿Señor? Disculpe, ¿dónde estoy?

El anciano al escuchar la pregunta frunció el ceño y le dijo que, por culpa de chicas como ella que no sabían dónde estaban paradas, el país estaba como estaba. Luego, culpó al gobierno y a la economía que no mejoraba, hasta que ella lo interrumpió:

—Señor, no me rete. Si supiera lo que pasó, estaría más enojado.

—Bueno —dijo el hombre, —da la casualidad de que tengo todo el tiempo del mundo. Puede comenzar altiro y desde el principio, porque a mí me gusta entender bien las cosas.

            Ella abrió los ojos sorprendida y vio como el sujeto le extendía la mano:

—Juan Moya, ¡mucho gusto!

—Isidora Correa —respondió ella, devolviéndole el gesto—, pero me dicen «Isi».

La muchacha le contó su historia, deteniéndose con mayores detalles en las últimas tres semanas, que cambiaron todo. Isidora, derramó su corazón ante ese completo desconocido. Le contó que esa mañana cuando llegó al colegio no soportó más. Sola y convencida, tomó su mochila y se escabulló entre puertas, portones y rejas. Al lograrlo, hizo parar el primer busque pasó. El letrero decía San Pablo, pero ella no sabía dónde quedaba eso. Anduvo un par de horas sin darle importancia a la fisionomía de la ciudad que fue cambiando ante sus ojos, por lo que ella le pareció una eterna línea recta. Cuando el chofer anunció que estaban llegando a la última parada, ella se bajó y comenzó a caminar entre las calles sin rumbo. Terminando, finalmente, en ese pequeño almacén. Al concluir su narración, la joven miró a don Juan y preguntó:

—¿Usted cree que podré con todo esto?

El hombre respondió:

—Una vez, hace mucho tiempo, yo también pensé que no iba a poder continuar con mi vida, pero aquí me ves, sigo en pie. —Ella bajó la cabeza, no sabía por qué, pero estaba de acuerdo. —Ahora te tienes que ir; no preocupes a tu familia.

La niña asintió y averiguó con él como llegar al paradero o a la estación de metro más cercana. Don Juan sonrió y le explicó que el metro estaba a sólo una cuadra. Si ella hubiera seguido caminando hace un rato, ya estaría segura en su casa. Esto último, la hizo pensar en cómo el concepto de hogar debería estar vinculado a la seguridad. Lamentablemente no siempre era así. Sin mediar aviso, la niña dio un salto sobre el mesón y le dio un beso en la mejilla derecha al hombre. Al hacerlo, notó que una de las piernas del anciano era una prótesis de madera desde la rodilla. Eso la conmovió. Al abrir la puerta de vidrio, sonó la campanilla que ahora le pareció un sonido encantador. Volviéndose a don Juan, le confesó:

—Lo del teléfono era mentira. No hay nadie en mi casa a esta hora —. Él confirmó con la cabeza y ambos se despidieron con la mirada.

Cuando volvió a estar en la calle, la joven de forma automática se llevó las manos a la boca del estómago. Tomó aire con toda su fuerza hasta llenar sus pulmones, porque ya no sentía dolor. Isidora no lo sabía, pero nunca más volvería a ver al anciano.

 Años más tarde, a fin de retener en la memoria esa conversación inolvidable, ella escribió un cuento:

Era 1987. Aún no eran las once de la mañana. La adolescente caminaba sin rumbo por la calle polvorienta de una población desconocida.

Veronica Amigo
Veronica Amigo
Nacida y criada en Santiago, Chile, actualmente vive en São Paulo, Brasil. Está casada con Juan Carlos y tiene dos hijas. Es traductora profesional, graduada de la Universidad de Santiago. En la actualidad cursa el Magíster de Escritura Creativa en la Universidad Diego Portales. En 2024, participa del Taller Kenningar de la Fundación Pablo Neruda.

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