1983: El verano naranja

Fecha:

a la  memoria de Canapé
 
 
“todo tiempo pasado es mejor, si uno ha logrado ser mejor en la vida”
No me recuerdo del autor, pero si de la borrachera.
 
 
La Misión
 
Una simple pregunta daba vueltas respecto de lo que hacíamos poco antes: ¿Estábamos echados, bajo el manto de una noche brillante de estrellas, holgazaneando o, desparramados con simpleza en cada litera, durmiendo la mona?. Esto último era  más probable. Las botellas de pisco pudieran ser el cuerpo del delito sumado a un tufo impregnado, no solo boca adentro, sino que por el cuerpo entero. Como sea, se esperaba una noche como cualquiera dentro de un verano sin sobresaltos. Siempre es así, hasta que alguien toca el timbre, cuando lo hay. Patear la puerta es la otra alternativa, acompañado de: abre  chuchetumare.
 
Poco después la pregunta se diluía por la Ruta 68. Manejaba con las ventanas abiertas, rumbo al océano pacífico, arriba de una citroneta. Así se acapara el aire fresco y helado. Esas ventanas se abren de otra manera a las de un auto común. Si bien una citroneta fue un auto ordinario, no era común. Tenía una singularidad aparte, y distinta. Por ello, el aire fresco y helado, colado hacia adentro, despierta al más borracho. Al contrario, la amortiguación demasiado suave del modelo 2CV, parecida a una hamaca mágica con destino cierto, es invitación segura a seguir somnolientos, en el antejardín del relato onírico. Cada vez más cerca de Valparaíso, con una dirección mal “escribida” (hoy por hoy, conjugación presidencial del pretérito perfecto) a lápiz negro en un papel oscuro y la recomendación con fuerza de decreto de cumplir la misión, se confirmaba el tesón de mantener el rumbo con el tiempo en contra: Ir y volver en una hora y media y menos!. El “artefacto” no presentó problemas en bajada. Con la pendiente negativa, el cacharro presentaba otra velocidad. Lo hizo con dificultad si el chofer aún tenía el  flagrante estado de embriaguez y su copiloto, mareado, expulsaba los residuos del estómago. Todo buen amigo responde como corresponde, al principio: comprensión y palabras de ánimo con protocolo. Al final, en mi caso, el que  abusa de la paciencia me vuelve impaciente: todavía falta mucho “hueon” y concéntrate en no seguir vomitando… si los pacos nos pillan, cagamos!.
 
Recorrer el mismo camino durante largo tiempo, en ambos sentidos, induce a manejar  por la vía, de memoria. Cuando el ejercicio de la memoria se hace bajo presión en estados deplorables, se conduce al borde del peligro inminente. La ruta Curacaví-Valparaíso nunca fue en mi caso, una entretención. Ahora toda la situación apuntaba a lo excitante y lo próximo. Pero no fue una excitación llegar a destino. Tal vez lo fue el pasar por el retén de Carabineros de Placilla. En el destino, no. Tampoco ir a parar a un cerro desconocido del puerto. Menos, ver al objetivo de la misión: un negro grandote que no cabía en la citroneta, y su propósito: que estuviera en Curacaví a tiempo. De regreso el gigante de los suburbios del Bronx soltaba frases en un inglés quizá no académico que, según mi parecer, eran maldiciones por lo encorvado de su posición, en el asiento trasero. De sus únicas palabras en un agringado castellano se entendía: “el encargo”.
 
Como es costumbre los recuerdos desempolvados desde el sustrato que sustenta la memoria, varían. A mí me pasa a menudo, solo o en compañía. Pero es peor en compañía: en medio de una tropa, donde todos invocan a la verdad, como acreditación de las fábulas propias, acordarse de algo, resulta una tarea tediosa; desamina a los más tercos y aburre a cualquiera. ¿Cómo fueron las cosas entonces en el Campeonato de Verano del hexagonal de Baloncesto de 1983, en Curacaví?. Vaga idea, si es que realmente fueron. Más que mal, mi amigo Javier y yo, estábamos borrachos. Bueno, más apegados al susto que al delirio etílico, una vez de regreso con la misión cumplida a tiempo o casi a destiempo, según las diversas versiones.
 
El Contexto
 
De joven tenía el pelo largo, tanto, que amigos habituales me pusieron “Cabellos”. Ya no era moda, pero me era cómodo. En realidad era solo costumbre: el proceder establecido. En ese entonces no lo sabía. Ahora tampoco lo sé, pero todo indica que es más plausible trasladar hacia lo razonable, la férrea convicción, disfrazada de opinión, que los hábitos. Hacia aquello que no solo es lógica; también la oportunidad para llegar al horizonte bajo un nuevo sol donde todos los hombres serán hermanos. Ese maldito sordo de Beethoven coludido con Schiller, me han invitado a entender que Peter Pan nos trasegaría al País de Nunca Jamás para ser hermano de un hermano perdido, desaparecido por los motivos que fuere y la ceguera propia. Mi convicción inmutable respecto de los hábitos, de: No, no tengo hambre y no jodan!!, se desarmaba con un plato lleno de charquicán o porotos con riendas, calientito, humeante y fragancia a buena cocina. Las cocineras de “El Pato Loco” fueron, y lo son hasta el día de hoy, unas hadas que convierten el menú de todos los días, en algo nuevo, al despertar el vértigo del niño explorador, alojado al interior de mis huesos. Aunque durante mucho tiempo no fue el huésped cuya visita es esperada, sino que el judío escondido en los áticos ocultándose de los delatores. El palestino hacinado en un lugar, que le es propio. Es el hermano entendido como enemigo. Mi niñez desordena los recuerdos y los recuerdos despiertan el ánimo subversivo. Modificaría lo inmodificable. ¿Variar el parecer nunca fue otra cosa que la confirmación de la costumbre?. Siempre he sido bueno para el diente; antojao, débil ante las sopaipillas y un claudicado en el puré de papas con bistec, incluso con un bistec tan duro como la suela de un zapato. He variado mis opiniones según la experiencia de la  vida propia o los horrores de otros. Descubrir que la brutalidad ocupa todo el rango de lo posible, no es mucho, pero el  descubrirlo al fin y al cabo, nunca es tarde. Cambiar aquello que nos distingue sin dignificarnos, un imposible.
 
Ahora uso el pelo corto. Mi peluquero de hoy día, es el peluquero de casi el pueblo entero. El pelao Espinoza tiene dos cortes de pelo: corto y muy corto. Entre medio, hay un abanico de opciones. Pero lo hace de maravillas. Hay que tener oficio para dejar al cliente contento y hacer que el espejo, refleje un espectro facial, inusitado y gratificante. El conoce las curvas del contorno craneano exterior de todos, o casi todos. Bueno, casi todos es todos. Nada de ningunear a la minoría de la minoría. Solo aplicar el criterio estadístico donde el 10% frente al 90% es despreciable. O el razonamiento de un médico que me atendió por una gripe de temporada: “Cabro, estai completamente saludable”. Daba igual si mi sistema inmunológico perdía en un 20% su inmutable intento por atacar aquello que descompensa el equilibrio fisiológico. ¿Qué puedo hacer mientras el pelao Espinoza me corta el pelo con la misma técnica que aprendió en su servicio militar?. Conversar. A veces trivialidades. Otras, lo obvio. Consideraciones respecto del futbol. La experiencia de padre con sus hijos. Sus aventuras en los cerros, conejeando. Es un buen tipo, el peluquero. Bueno, eso porque no soy quien termina dentro de una olla, escabechado y al jugo. Pero cuando comienza con los relatos del Rodeo, Espinoza entra en un estado de enajenación patrocinada por el entusiasmo del tipo, extremista. Sobrevivientes de ello testifican que hay un corte de pelo más intenso que el “muy corto” y es el tijeretazo a la altura de las fascias del cuello. Aun así, es un buen tipo el Pelao Espinoza. Supongo. Y todavía sería capaz de apostar el dinero que no tengo por deslizar una tímida opinión al respecto. En el trámite corriente del corte de pelo, relajados, hablamos sobre los locos de antaño. Locos sin su ámbito de locura. Pelotudos perdidos en su juventud, de la cual yo formaba parte. El Loco Garay, el Macho, Miguelo, Lucho Padilla, Simón y el más desorbitado de todos: Nanchito, el hijo del profe Henriquez. En realidad Simón no era loco ni se llamaba así. Su padre bajó de los cerros a inscribirlo en el Registro Civil. De paso se encontró con unos amigos y celebraron. Poco después don Tuco no se acordaba del nombre y el oficial civil le fue sacando las letras de a poco hasta que Simón fue lo más coherente. Cuando regreso a su casa, se quedó callado y así apareció el Simón, porque el hijo ya había nacido antes. Cuando Simón fue papá y le tocó la obligación de nombrar a su vástago, primero partió al Registro Civil y después, a celebrar con los amigos.
 
Yo tampoco era un loco. Era un pasivo, aquel que acompaña y mi amigo Javier un importado, aquel que solo viene a Curacaví a tomar chicha o cualquier brebaje que lo dejara en similares condiciones. Que no quede la sensación que la tradición de Javier era descorchar botellas; él leía, leía un montón y después nos daba la lata, con la Biblia en la mano, balbuceando sermones en un estado de equilibrio frágil y al mismo tiempo, porfiado. Al otro lado del espectro, un grupo de jóvenes tenía una dinámica diferente. Destapaban pocas botellas o ninguna y jugaban baloncesto. Lo de ellos fue lo que nos despertó de la borrachera. El chuchetumare también fue de ellos. De un lado, ellos con su deporte y disciplina y por el otro nosotros, con una pereza algo negligente. Nos unía sin embargo el mismo léxico y dominio de él. El hexagonal del Campeonato de Verano de Baloncesto de 1983 estaba en su partido final y no es que hacía falta, sino que era un imperativo deportivo traerse a ese negro incentivado por “el encargo”.
 
 
El Lugar
 
Curacaví tiene, vulgarmente al igual que todo pueblo, derivado en capital de distrito o lugar agarrado al pretérito, una historia. Nada que fuera diferente. Lugareños con su rutina hasta que unos tipos a caballos con armadura torácica, espada ensangrentada y una religión con buen marketing, llegaron para quedarse y hacer que sus asuntos, fueran los asuntos de todos. Me parece que varios siglos después se acogió de paso a un montón de derrotados ante el Ejército Libertador, rumbo a lugares seguros y lejanos. Cuentan que terminaron asentándose en las alturas del Pangue. Es probable. Todo fugitivo busca la soledad. Demografía reinante, apareció el mestizaje y después la estandarización. Hasta el día de hoy. Y las diferencias actuales tienen mucho de las de antaño: una gran distancia entre algunos pocos, arriba, y otros varios muchos, abajo. Creo que nunca ha sido de otra manera. Y nunca lo será, excepto, cuando pasan cosas memorables, esas que están en la alucinación que provoca el mito, o en el mito sin alucinación alguna. Como sea, da igual.
 
Y tiene también una traducción de su nombre desde el Mapundungun: Piedra del Festín o Junta en el Pedregal, pero sospecho que eso es un poco español. Tambo Viejo de seguro que es una denominación colonial realista. Finalmente Curacaví es Curacaví y pocos conocen lo que significa. Sabiendo o no, habremos sido alrededor de 12 mil habitantes, ese año, censados con rigor, en todo el valle. Contabilizados Javier y yo. 10 años antes una aventura intencionada de Carabineros terminó en un hecho criminal. Con los años, la acción derivó en silencio. Y dentro de ese silencio, contenido, vivíamos nosotros con nuestra juventud, otros en su niñez y varios o muchos con paso seguro, enfilando hacia el estado donde el lenguaje termina. No recuerdo nada distinto que, bailes con mucha ranchera, casamientos de varios días, veranos chapuzeando en el río, pasar por La Querencia a chupar lo que el bolsillo pudiera pagar o lo que el bolseo, ingenioso o repetido, permitiera. También celebramos un festival con pésimo audio organizado por nosotros mismos. Honestamente, por todos los demás, menos yo. Ah, y una Fiesta de la Chicha a todo dar. Vino mucha gente de Santiago, Casablanca, Melipilla y hasta de París y Londres. Dicen que los de Talca no vinieron.  Según los entusiastas, participó el pueblo entero, incluido los moradores eternos del cementerio, los fantasmas, ajenos y propios, las bestias y los perros y lo que abultara la concurrencia. Según los pesimistas, las mismas cifras que los entusiastas, menos los despistados de toda época. Lo cierto: se vendió de todo, y todo. Al día siguiente estaban las calles vacías y no había nadie para hacer el aseo.
 
Un tipo de seguridad inconsciente nos permitía dejar la bicicleta en cualquier parte y pasarla a buscar cualquier día porque quienquiera que la haya visto, no llegaba a la conclusión que podía llevársela para la casa y hacerla pasar por propia. Sin exagerar, era común tener puertas sin pestillos o cerrojos de doble llave, o ventanas enrejadas y cercos eléctricos inexistentes, y lo demás. El etcétera es nuestra realidad hoy. Antes de ese entonces, en las escuelas fiscales, los profesores Musso y Henriquez, empezaron a tontear con el baloncesto. A lo mejor es una exageración. Capaz que así sea. El pueblo de ayer es el recuerdo de hoy.
 
 
La Previa
 
La versión del Campeonato de Baloncesto de 1983, fue la 4ta. De las anteriores, no tuve idea y de las posteriores, jamás me llegaron noticias. Ese verano, fue el Verano Naranja. Nada que ver con la Naranja Mecánica. Era naranja porque los adictos al baloncesto y responsables de la organización, pintaron por el Valle del Puangue y su pueblo, pelotas de baloncesto a diestra y siniestra. Lo de verano es porque, bueno, así no más era: febrero nunca es invierno, en este lado austral de la pelota. Los adictos eran los mismos y se conocían de hace tiempo. No podían jugar con un contrincante si todos eran del mismo club deportivo. ¿Quién tuvo la genialidad de dividirse, sin ser acusado de divisionista, para jugar entre ellos, primero y con otros equipos foráneos, después?. Sobre ello, no hay datos precisos ni relevantes. ¡Cuánta genialidad aun no tiene un dueño!!. Parece que mucha, pero ¿quién es el patrono de una idea?, ¿el que la concibe o aquél que la lleva al terreno de lo realizable?. Discutimos eso entre los Locos de Antaño la tarde de domingo al final de un verano, con las patas en el río. Genialidad fue también la que se les pasó por la cabeza a Jaime Vilches y Ricardo Trincado (he olvidado de ellos lo más distintivo: sus apodos) al ver pasar, en sentido contrario, a 3 extranjeros para nada caucásicos, que tenían pinta de basquetbolistas. A hechos fortuitos, preguntas espontáneas!, y resultó que si: jugaban al baloncesto y que, tras una rápida explicación de esto y aquello, entonces, a ellos les pareció interesante conocer Curacaví y a Trincado y Vilches les pareció que no lo podían creer; pero creyeron, porque había una promesa entre las partes: los negrotes reforzaban y los lugareños, aceptaban las condiciones. Dinero no había y no fue necesario ser majadero al respecto. En Curacaví se empezó “al toque” a megafonear que los equipos locales serían todos reforzados por basquetbolistas de primer nivel, oriundos de EEUU, sin el excesivo brillo de los Globbertrotters, pero con el suficiente que permitiera correr mirando el cesto sin extraviar el balón. De inmediato se produjo la ignición que provoca el deber. No obstante, estos tales por cuales no cumplieron con la puntualidad a la que estamos  acostumbrados en Chile, cuando el asunto nos conviene. Llegaron el día que se les dio la gana y nada que hacer: agachar la cabeza y putear para el lado. Nunca nos enteramos si eso causó desilusión entre los pueblerinos. Así pareciera. Aquí, también, los secretos velan a sus muertos.
 
Así eran las cosas. De la puerta para afuera, ese torbellino, y de la puerta para adentro, nosotros. Javier estaba en el intermedio entre, ese libro para todos y ninguno, de Así habló Zaratustra y, cómo se llega a ser lo que uno es, de Ecce Homo. Su tontera era el loco Nietzsche antes de su locura y La Biblia; y la mía, la verdad es que ni siquiera era la poesía. La música!!, eso sí todavía me sigue agradando. Mantra e Inori fueron mi burbuja y Stockhausen, el creador divino (con innumerables costumbres mundanas). En tales circunstancias, enterarse de la realidad de la calle, no era fácil. Y la realidad de la calle era, Verano Naranja.
 
Entonces así era que nosotros estábamos en cualquier lugar de la dimensión enajenada, tirados boca abajo en la cama. Recordando con mayor exactitud, creo que era, boca abajo sobre el piso del suelo. Boca abajo como sea, con botellas vacías, libros desordenados y el girar sin fin del disco de vinilo porque su tornamesa, no era automática. No fue el toque fuerte de la puerta lo que nos conmovió desde donde nos encontráramos. Fue el claro y rotundo: chuchetumare!!. Hay diferencias de origen socioeconómico entre un Concha de tu Madre (con pausa entre palabras, propia del sector ABC1 o de corrido, usado por la clase media), el conchaetumadre (muletilla de los guachacas) y el conchetumare, arraigado en lo profundo de los surcos rurales, que traspasó fronteras para incrustarse en el uso de todos los ciudadanos con sentido republicano. El chuchetumare se produce cuando la paciencia ha llegado a su término, al tocar el timbre.  También está el conchaetumaire, pero nosotros despertamos antes.
 
Ese “ultimátum de la urgencia” nos dejó en posición firmes para aceptar la misión, que era: llegar a tiempo, a todas partes. Ya en el viaje de regreso, tenía muy claro que si no cumplíamos con los horarios, mejor el exilio! y en esas probables circunstancias, nos sobraría un negro. Una de las maldiciones de Curacaví es que queda entre dos peajes. En ese entonces, dependientes del Ministerio de Obras Públicas.  Hoy, concesionados a una empresa privada. Y una “maldición maléfica” de brujas ociosas tiene que haber habido contra nosotros. Ni Javier, a quien el breve aire marino de Valparaíso no le espantó la mona, ni yo, ni el refuerzo extranjero, teníamos efectivo suficiente para cancelar el gravamen carretero. Con el tiempo en contra, como siempre, no hubo más alternativa que desviarnos por la Cuesta Zapata. Un recorrido breve pero infame. Peor, cuando las luces del cacharro alumbran poco o casi nada. Y peor aún, si el copiloto lanza a la berma lo que todavía guarda su vacío estómago. Y “mucho más pior” si en el asiento trasero hay un negrote encorvado muy impaciente y asustado, olvidado ya de “el encargo”.
 
 
La llegada
 
Una versión dice que Javier y yo llegamos con el negrote encorvado en la citroneta, poco antes de terminar los últimos minutos del primer tiempo. Un primer tiempo cronometrado, gracias a que, sin que nadie lo buscara, pero para el anhelo de todos los organizadores, apareció un vendedor con necesidad de cumplir sus metas. Cuando el vendedor es de una empresa de relojes precisos y exactos, que ofrece gratis sus servicios y pruebas de calidad, justo al inicio de un campeonato de baloncesto, el azar se hace presente, en gloria. Y en majestad, si es para la Final completa. Cada segundo de juego no jugado, no corre. Había en ello una cercanía a la certificación pretérita en los juegos de pistoleros de cabro chico y también los de cabro grande: balas corriendo no valen!; lo que generaba mucha discusión. En ese tiempo nadie entendía de física ni los trucos de adelantar la mira, calculando la velocidad, para tumbar al enemigo. Jugábamos disparando para cualquier lado y lo que valía era el grito de: te dí y si el pistolero del otro bando seguía disparando, se repetía el tiro y el agregado de: te di hueon. De cabro grande era lo mismo, aunque con nociones precarias de física, la frase ya agregada y el adicionado nuevo de: culiao.
 
La otra versión dice que llegamos a tiempo o retrasados. Más bien, retrasados, pero a tiempo. En Curacaví pocas cosas empiezan a la hora señalada; pocas cosas a decir verdad y el baloncesto era una de esas. Organizado todo por chicos demasiado furibundos e intransigentes, adictos y convencidos con el deporte, el Estadio Municipal y sus 4.000 asistentes empezaban a ser una olla a presión con su caldo de ocasión. Menos mal que a Pedrito Rebolledo, el hijo deportista de JR, emblemático personaje de ese presente, se le ocurrió adelantar lo adelantable: el homenaje que por motu proprio decidieron rendir con la entrega de un galvano, financiado desde los bolsillos rotos de los participantes, a Jenny Chacon, del Club de Judo de Curacaví y Arturito Becerra, maratonista  reconocido, lo que permitió una ganancia neta de 15 a 20 minutos. Los homenajeados fueron aplaudidos de pie, con honores y el orgullo del pueblo.
 
El negro encorvado tenía nombre y se llamaba Wayne Freeman, como John Wayne pero, sin pistolas. Pudo jugar dos partidos del campeonato, hizo amigos, se paseo por el pueblo haciéndose el “distinto” y en su puesto de conductor de refuerzo, fue un acierto. Él mostró por vez primera a los locales, una notable habilidad en jugadas que después se verían en los televisados partidos de la NBA con Michael Jordan haciendo magia o simplemente deteniéndose en el tiempo, suspendido en el espacio para, a su antojo, clavar en el cesto. Otros tipos tan altos y pigmentados como él, también llegaron, para reforzar a diferentes equipos locales, pero sin la fascinación que provocó el adelantado Jordan de nombre Freeman. Smoak fue uno de ellos. ¿Cómo es que alguien pueda llamarse Smoak?. Y el otro, Russell, claro que sin el abolengo ni el peso académico de Bertrand Russell.
 
 
La Final
 
Llegar a la final era una aspiración local. Deportivo Liceo, el organizador nunca ocultó su determinación por ser campeón. Municipal, menos aún, y Comercio apostaba a los cálculos confiando que la excelente gestión de un boliche bastaba para organizar el triunfo de un quinteto. Para que el hexagonal tuviera emoción o porque la confianza de los locales sobrepasaba los méritos propios, invitaron a 3 equipos nacionales, a saber: Aviación, Jorge Cortes Brown y Chilectra. Pero los locales se reforzaron. Pero los nacionales tenían mayor roce. Pero los locales eran “locales” y eso, pesa. Pero los nacionales estaban acostumbrados a ganar. Y así, la gente opinaba a estadio lleno, peligrosamente repleto.
 
Por más que trato de torcer los vacíos del recuerdo para ser parte de la memoria colectiva, debo concluir que Javier y yo no nos enteramos mucho de cómo empezó el hexagonal. Más metido estaba mi padre. El arrastraba esa costumbre ir a los encuentros barriales de boxeo, las escuchas radiales de futbol, preferentemente las de Audax Italiano o la participación activa en los clásicos universitarios entre la Chile y la Católica con desfiles, fuegos artificiales, teatro, campenato de barras. A Javier y a mi nos tocó otro tiempo y nuestra marginalidad tenía, después de despejar todas las diferencias, un denominador común: la lectura. Aunque en ámbitos diferentes. Él filosofía y yo poesía. Posteriormente Javier llegaría a leer importantes documentos de la Defensa Nacional, en tiempo de paz. Cosas como: tipo de calzoncillos para la oficialidad y calcetines comunes para la soldadesca. En mi caso, solo sobre Poesía de la Filosofía y Filosofía de la Poesía. En ninguna de las ramas entendí algo, aplicable. Tampoco puedo decir que haya perdido el tiempo… y tiempo es lo que no tenía Municipal, el único local finalista. Algo era claro: el juego se basó en el refuerzo del norteamericano Freeman, y David San Martín, conducidos por Julio Córdova, quien el resto de la temporada y las siguientes cinco fue el mejor pagado en el básquetbol criollo. De San Martín, el orgullo local afirmaría más adelante que “explotó” en el hexagonal del 83. La tensión de los últimos cinco minutos marcó  el nerviosismo, punto a punto. En la cancha frente a Chilectra, el equipo era hábilmente conducido por Córdova que apuraba o retenía el balón según conviniera. Sin embargo, el quinteto base no destiñó. Conformado por Anibal Monasterio, el Yato, Juan Riquelme, el Jery, Adolfo Aguilera, el Pelao, Esteban Sanhueza, el Tim, Juan Saavedra, Pirson y Jaime Julian Poppe, que no tenía apodo porque era el alcalde designado de la dictadura. Todos, más los conductores nacionales y el negro Freeman llevaban el partido a una disputa apretada. Hay que tener mucha garra y un sentido de equipo cerrado como para mantener ese juego colectivo, electrizante. A veces parecía que los locales ayudaban en lo que podían, y creo que era cierto. Aquello que se puede en ocasiones resulta ser demasiado. No podría decir cuál de los locales destacó por sobre el otro. Todos fueron “aleros”, pero ser un alero en una Final de pueblo es mejor que ser un Pivot en cualquier partido. Creo haberle preguntado a mi amigo Javier, quien no clavaba su mirada en el  juego, sino que, marginalmente, en el prominente pecho  de una lugareña, si era el Yato o el Pirson el local sobresaliente, o el Jery o el Tim, o el Pelao o el entrenador y Javier siempre respondía absorto que: ambas, ambas amigo. Cómo él era raro, sus opiniones me resultaban atingentes al baloncesto. Pasaron 20 años para que me diera cuenta que no era “ambas”, sino que “ambos”. Rebobinando, no me quedan dudas para interpretar esa cara de bobo baboso en el contexto: ¡Vaya partidazo de baloncesto para tremendas tetas!.  El primer tiempo terminó con Chilectra arriba por 46 puntos y Municipal, abajo, con 45 tantos. Ah, y Freeman, la estrella, con 3 tarjetas de amonestación por “faltas” que nadie más vio, excepto el señor árbitro, quien para el público, no era ningún señor.
 
Hay una expresión que, no obstante, se cuela en los andamios de mi memoria y es que el notable fue el local Pirson ya que el refuerzo Freeman se desgastó por no saber dosificar el juego, privilegiando el espectáculo de cara a la galería. Eso me lo relató hace poco mi padre que iba todos los días a ver los partidos y el profesional Riquelme, cuya pasión sigue siendo el baloncesto y quien en el 83, no sé si habrá estado poco más o poco menos de 25 segundos. En una victoria, 25 es mejor que 24, y en una derrota capaz que sea la revés. Pero los últimos segundos de una Final, para un debutante, es lugar seguro en los relatos posteriores. Su proyección en el baloncesto nacional era tan prometedora, que terminó siendo un leguleyo pivoteando causas entre tribunales civiles, penales y horas de sustituto en la Notaría más cercana. Defendió a sus amigotes de puras leseras que terminaron ocasionándole una absoluta pérdida de tiempo y estímulo. A posteriori, me contaron la firme sobre “el encargo”, pero no podría identificar quién fue. Lo razonable es que policía, lugareños  y autoridades todas, confabularon para conseguir una buena cantidad de una mejor cannabis.
 
En un momento puntual se me fue el audio. No lo advertí, creo, hasta hoy. Es el momento en que la realidad se suspende y se relaciona con la anatomía de las sombras. Así, yo veía las jugadas. Al entrenador de Municipal pararse y sentarse y discutir con los árbitros. Tal vez es lo que debe hacer todo buen entrenador. Y éste era además, un entrenador bilingüe  que se presentó a Freeman, en su oportunidad, como: ay am piter julai, entreneitor of taun curacaivi (con expresas minúsculas). Yo veía a las personas paradas de sus asientos con la garganta en la mano. ¿Es así como se define una situación de máxima exaltación, un enternecimiento que abarca el afán generalizado?. A todas las siluetas juntas. Un pueblo rural completo con sus esqueletos. El cabal rango generacional realmente existente, esperando que el turno de su vida, germinara a la manera de una explosión. Al tiempo, en estado de compresión justo antes de su existencia. Tiene que haber sido una sucesión de escenas muy rápidas. Tal cual suceden los asuntos que nos competen. Para mí, en cambio, privado de la realidad, por mucho que las reordene y fuerce el ejercicio de la evocación, pasan en cámara lenta y sin sonido al cerrar  los ojos. Un movimiento continuo calmoso. La oportunidad de la pausa. El triunfo del silencio. Los colores de la ropa. Las expresiones retenidas por la espera, en el rictus facial. La ausencia casi total de público para los contrarios. Los pocos Pacos parados despreocupados del orden. El ambiente suspendido en los 2 últimos segundos en que todos los jugadores ocupaban sus puestos. Sin darse ventaja, ni dejar que el contrario la obtuviera por los errores propios. El conjunto entero de la acción, ralentizó el instante, cuando Córdova recibe el balón. Tras el paréntesis propio de quien tiene oficio, lo entrega a Pirson. Éste hace un quiebre y saca ventaja. Es el segundo restante. El principio del final. Lanza desde media distancia. Una eterna travesía en su curva elíptica despertó la mirada atónica. El balón nunca llegaba. El curso hacia la cesta, podía ser obstruido por cualquiera, rotación de la Tierra incluida, como siempre suele ocurrir porque la derrota, es la textura de nuestra piel.
 
El griterío explosivo y la desbandada de público rumbo a la cancha, para llegar donde “los héroes”, hizo que me quedara paralizado. Sin saber qué hacer. Sin tetas enormes que mirar. Sin lograr enchufarme en la algarabía. El delirio. El triunfo. El Chico Manicero, que tuvo por costumbre tirar una bolsa de maní a la chuña, cada vez que Municipal ganó sus partidos, ahora lanzó poquito más abajo del cielo Celestial, toda su bandeja repleta de mercadería, cayendo de rodillas, en un conmocionado schock que logró desosegar su alma, mientras miraba la manera asociativa en que el maní se confundía con el papel picado. Así fue como Municipal de Curacaví definió frente a Chilectra, campeón metropolitano, antes que el árbitro piteara el final del evento, por 86 a 85.
 
Poco después me fui del pueblo y no regresé o el que regresó ya no era el mismo. Mucho cambió en mi. Afortunadamente lo hizo el comentario racista y solapado. También otras conductas que atentaban contra los derechos de las personas. El Campeonato de Verano de Baloncesto en Curacaví se realizó por unos 5 o 6 años más. Dejó de hacerlo por razones conocidas: casamientos de por medio, la exigencia en los estudios o el rigor laboral.
 
Fui parte de un hecho profundo y a la vez singular. Asistí a las costumbres de su gente en un verano naranja. Pude apreciar un aire que se inhala hasta el corazón y traslada, el pasado al presente en el borde del futuro, a un paisaje con naturaleza propia, posterior a la conjetura humana; esa designación compulsiva que registra y reconoce la historia según las circunstancias o, incluso,  cuando el estado del ánimo se establece en aspectos inusuales y aleatorios. Pero la felicidad no se sostiene por una simple alegría. Cuando es tal, soporta el paso del tiempo y alumbra los lugares oscuros del olvido.
 
Por cierto, los gringos en sus películas no mienten, cuando pasan las escenas emotivas en cámara lenta y sin sonido. En todo lo demás, lo hacen.
Leonel Gatica Cardemil
Leonel Gatica Cardemil
Leonel Gatica Cardemil tiene su enseñanza secundaria completa, la situación militar al dia y la papeleta de impuestos pagada, pero no todos los impuestos y sin muchas ganas. Ha publicado un solo libro: Palabras destiladas ante el silencio de tus ojos en Frankfurt/M y Milan. Participó en los talleres literarios de Carlos Ernesto Garcia en Barcelona; con el Prof Italo Santoro de la Universitaet JW Goethe y en creación y apreciación estética con Germán Carrasco Vielma en Stgo de Chile.

1 COMENTARIO

  1. Muy bueno el relato, solo corregir que el homenajeado se llamaba Arturito Briceño, maratonista que represento a Chile en la corrida de San Silvestre. Un abrazo.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Comparta:

Subscribe

spot_imgspot_imgspot_imgspot_img
spot_imgspot_imgspot_imgspot_img
spot_imgspot_imgspot_imgspot_img

Popular

More like this
Related