Esto es una buena película. La película sobre el caso Larraín hijo, «Aquí no ha pasado nada», ya en sus primeros planos, transmite una inevitable repugnancia por los estos jovenzuelos que carretean en Zapallar y que habitan la banalidad y el vacío, esos dos primos en primer grado de la maldad pura y dura. Es como esa repugnancia que provocan los dos asesinos que matan de puro gusto Funny Games de Haneke. Logran transmitir repugnancia los personajes, excepto al que quieren cargarse para achacarle el atropello, otro zorrón, pero menos vivo porque se enamora el pobre, amor que atribuyen a su educación católica en el Vero Divino y el sinfín de subdivisiones que tiene el cuicaje y que sólo ellos conocen. Y lo dejan solo. Les importa todo una mierda y son la metonimia del país.
Personalmente, leo varias cosas desde el Mercader de Venecia, y es inevitable recordar a los amigos del grupo de Antonio: jaraneros, malos empresarios promiscuos y arruinados, deben cagarse a alguien -para divertirse y seguir hueviando- engrupirse, secuestrar. Culearse a la hija de Shylock les sirve de impulso y afrodisíaco para ir a sus orgías a Belmont, en donde Antonio queda solo luego que el cafiche Basanio le prometiera amor, tras endeudarlo con Shylock para al final, quedarse de gato de chalet con la abeja reina de la jarana: Porcia, cabrona, bella y corrupta. El Grupo de Basanio es el clásico grupo de jóvenes como los que presenta la película chilena. Aquí no ha pasado nada. Sus conciencias diminutas no saben qué hacer para divertirse: desde el robo de los fuegos artificiales que probablemente una Muni de derecha tenía reservados para una festividad y que estos pendejos lanzan por gusto, muertos de curados, hasta un intercambio de parejas que no tiene que ver con búsqueda ni experimentación alguna, ni hablar de subversión, sino con el aburrimiento.
Grupos de cabros decadentes y alienados hay en todas partes y en todas las clases sociales, especial donde hay más dinero y menos cosas que hacer. La comparación con el grupo de Nntonio-Basanio-Lorenzo es una de tantas. Suena hasta conservador ponerlo así, pero es el vacío y la impunidad, o en el caso de jóvenes más proleta, el vacío y la alienación. Recuerdan en Rebelde SIn causa el diálogo del personaje de Dean con el Bully de chaqueta de cuero: «¿por que hacemos esto» (agarrarse a tajos por deporte, jugar a un juego suicida con carreras de autos ante un precipicio?) El antagonista de chaqueta de cuero le contesta amistosa y simplemente: «algo hay que hacer». Sus diminutas conciencias buscan naturalmente la guerra en el mejor de los casos o simplemente el mal: salir a matar mendigos, niños huérfanos, violaciones varias, etc. Están a un paso de eso.
Promiscuos hasta cierto punto porque el chico del verbo divino tiende a aferrarse y confundir con amor lo que era polvo de una noche. El amor como una salida ante los otros zorrones que lo inculpan –Larrea (Larraín, claramente) y su familia poderosísima- con la que la justicia siempre tiene matices.
Gnecco, esta vez mandándose un parlamento de antología le explica al joven esos matices de la justicia a la chilena: le dice al inculpado que se haga el huevón y será todo más fácil. “Con el viejo Larrea (Larraín padre) estudiamos juntos, nos divertíamos quitándole presos a la CNI, para demostrar poder, para hueviar incluso a los milicos, yo le veo los negocios a Larrea en el norte y en el sur, entonces queríamos salvar a un dirigente –que uno tiene luego en sus fábricas para que no den problemas, arrebatárselos a los milicos- el plan era cargarle unos gramos de coca para que se fuera preso y sacárselo a la CNI. El tipo era idealista y no aceptó de la coca: huevón pues, lo hicieron desaparecer, cagó. Si hubiera aceptado la coca, estaría vivo. Eso es lo que te digo, que a veces hay que inculparse para salvarse”; algo así, no es literal. Pero es a escala adulta lo que estos pendejos hacen: lo que se les canta con el país. De resentida, la película, nada, primero porque es un retrato de clase, y luego porque si miramos los créditos, nos daremos cuenta que los apellidos son los mismos que la película retrata, son pocos esos apellidos; y segundo porque es un retrato donde el dispositivo para narrar la historia no es precisamente el zorrón de zorrones: Larraín chico, sino otro que paga el pato, como cualquiera que se involucra en un carrete con un grupo, que manejan muertos de curados con un bidón de copete. Y lo que menos importa es el muerto que dejan ahí, eso les importa una mierda, y eso es lo realmente cruel. Sin culpa alguna, un desprecio total por la vida.