Joaquín Méndez y Elisa Heyl viajan por la ruta 68 a esa hora en que la luminosidad del ocaso comienza a perder su inútil batalla contra el brillo estridente de los focos de los vehículos, esa hora que promueve la introspección, sobre todo en los capitalinos que se dirigen un viernes hacia la costa, y que otro día de la semana estarían, de seguro, atrapados en un taco o convertidos en sardina en un vagón del metro, situaciones en las que sus pensamientos, más que a la introspección, suelen tender a la beligerancia, incluso a la misantropía; a esa hora viajan Joaquín y Elisa, y Joaquín logra por fin preguntarse –o condensar por fin en una interrogante esa sensación de incómoda incertidumbre que arrastra hace ya no sabe cuánto tiempo– si su matrimonio está en crisis.
Cada tanto, Joaquín mira a Elisa de reojo, como si temiese que ella pudiera estar escrutando su mente. Apenas alcanza a verla, a Elisa. Las luces verdes del tablero le permiten adivinar su fina silueta, recortada contra la ventana del Yaris Sport que compraron hace tres meses. Joaquín piensa que así, de reojo, con su silueta dibujada en verde, Elisa se ve más hermosa que de costumbre. Adivina sus labios gruesos, apenas abiertos, y su lengua, que a veces se asoma para humedecerlos ligeramente. Joaquín hace una rápida asociación de ideas y toma conciencia de que hoy en día no los besa muy a menudo: sólo cuando el último en llegar de su trabajo (ella los lunes, martes y jueves; él los miércoles y viernes) toca el timbre, aun pudiendo simplemente sacar la llave del departamento de la cartera (ella) o del bolsillo (él), y el otro abre, y se besan. Mientras reduce la velocidad, preparándose para entrar al túnel Lo Prado, Joaquín se dice que esos besos bajo el umbral de la puerta de entrada son insípidos, han perdido pasión, se han vuelto mecánicos. Y también se dice que, a fin de cuentas, más que el desabrimiento del saludo, lo que de veras lo deprime es que procedan ‒a continuación del beso y tras colgar su chaqueta (él) o tras dejar los zapatos en el cuarto, bajo la cama, y ponerse pantuflas (ella), y aún después de lavarse las manos cuidadosamente, como esperando o evitando algo (ambos)‒ a consumir con hambre moderada los guisos de coliflor, o sus variantes, que Elisa acostumbra recalentar en el microondas.
Elisa mira por el retrovisor derecho. A veces, se inclina hasta que su mejilla roza la ventana del vehículo y, desde allí, contempla en el espejo el reflejo de un fragmento de su propio rostro. A ratos, se aleja, hace descansar su nuca en el apoyacabezas y gira el cuello a un lado y al otro para distenderlo. Desde esa posición, la imagen que ve reflejada es la del asiento trasero, vacío.
Al salir del laboratorio, algunas horas atrás, les ha contado a sus colegas que su marido la llevaría a la costa por el fin de semana. Las mujeres no escatimaron elogios para Joaquín. “¡Qué envidia!”, o “me gustaría que mi marido también hiciera esas cosas”, o “a mí no me sacan ni a la esquina”. Elisa se había sentido satisfecha con el resultado de su anuncio, aunque en su fuero interno ansiara, más bien, quedarse en casa mirando la tele o leyendo alguna novela sobre conspiraciones. Hasta el momento, el viaje ha resultado tan aburrido como ella lo había presentido. Durante la primera hora de trayecto, Joaquín se ha limitado a hacerle un par de preguntas relativas a su día en el trabajo, como simulando algún grado de interés en la suerte de los ratones que Elisa infecta rutinariamente con retrovirus; y enseguida se ha callado, o más bien ha optado por tararear las canciones de la radio Sonar, frecuencia que sintoniza siempre que maneja, omitiendo, claro está, la cortesía de preguntar si ella está de acuerdo, si no prefiere escuchar otra cosa.
Pero el aburrimiento no es la única emoción que Elisa alcanza a distinguir dentro de sí. En medio de ese silencio sólo perturbado por el sonido de la radio Sonar ‒o por el ruido blanco que lo reemplaza ahora que se adentran en el túnel, porque Joaquín no se molesta en apagar la radio si se pierde la señal‒, Elisa percibe también, invariable y concreto, el agobio de la tristeza.
La tristeza se instala en ella cuando compara, casi contra su voluntad, lo que ha sido este viaje ‒el acto repetido de mirar ese espejito que distorsiona el tamaño de los objetos y hace que se vean más lejanos‒ con lo que eran sus viajes a la costa tres años atrás, cuando con Joaquín no estaban aún casados, y recorrían también la ruta 68, también de noche, pero en bus, su medio habitual de transporte por aquel entonces. Recuerda que conversaban durante casi todo el tiempo. Y que, cuando no estaban conversando, ella dormía con la cabeza apoyada en su hombro y lo babeaba un poco, lo que siempre les daba risa al llegar al terminal. Cerrando los ojos, intenta recordar de qué trataban sus conversaciones, y de comprender por qué ya no surgen espontáneamente, por qué ya nada que tengan en común parece interesarles.
Elisa estudió Química y Farmacia, y se graduó con alta distinción. Su mente es científica y elabora distintas hipótesis sobre lo que le sucede. Hipótesis 1: Joaquín ya sabe mucho sobre ella y viceversa. O, para ser más exactos, cada uno sabe absolutamente todo lo que se puede saber del otro, y entonces ya no es posible conversar sobre ningún tema sin que suene usado u obvio. Elisa entiende que, de verificarse esta hipótesis, no tiene sentido seguir preocupándose por el asunto: significa que han llegado a ese ineludible punto del matrimonio en que el marido sabe mucho sobre su mujer y viceversa, o, para ser exactos, cada uno sabe absolutamente todo lo que se puede saber del otro, y uno tiene que contentarse con el nuevo e inmejorable estado de cosas y aceptar que no se puede estar siendo feliz durante demasiado tiempo sin sufrir el hastío como consecuencia. Se permite odiar un poco a Joaquín por ser siempre el mismo, por no tener distintas versiones de sí que ella pudiera amar, diferente, cada día.
Elisa mira una vez más por el retrovisor y ve el asiento trasero, vacío. Ella todavía no ha querido tener hijos. Joaquín tampoco. Elisa tiene en mente su magíster, Joaquín acaba de montar una empresa de asesoría jurídica, ambos son jóvenes y, en resumidas cuentas, tienen otras prioridades. Justo cuando el túnel se acaba y se sumergen en la oscuridad de la noche, Elisa piensa que tal vez sea por eso que los matrimonios tienen hijos, después de todo: porque así marido y mujer pueden desviar su atención el uno del otro antes de darse cuenta de hasta qué punto no se soportan. Tras esta reflexión esclarecedora, Elisa se da cuenta de que, pese a que el túnel ya quedó atrás, la radio sigue sin recuperar la señal.
‒¿No te molesta ese ruido espantoso? ‒pregunta‒. Siento que me está perforando el cerebro.
‒¿Qué ruido, amor? ‒dice Joaquín, concentrado en las curvas de la cuesta.
‒¡Ay, Joaquín! A ti sí que te perforó el cerebro esa música insoportable que escuchas ‒explota Elisa, y desengancha la radio del panel.
La radio queda colgada apenas por uno de sus extremos. Joaquín lanza un suspiro y se calla. Aplica esa estrategia con frecuencia. Lanza un suspiro y no contesta los comentarios ácidos de Elisa porque, la verdad, ya está cansado de sus niñerías. Leyó un artículo sobre los matrimonios exitosos en una revista, y en él se enumeraban todos los trucos necesarios para evitar el conflicto. Simplemente, imagina un paisaje desértico, o un cuarto de paredes blancas, y empieza a llenarlos de objetos afines: un cactus y una cabra, un escritorio y un basurero. Pronto, ha alcanzado a leer en el comentario ácido de Elisa, con cierta altura de miras, una demostración de la gran inseguridad afectiva que la aqueja, y siente que la comprende, lo que no quiere decir que justifique su modo de actuar. Echando un poco de menos el sonido de la radio, Joaquín presiona ligeramente el acelerador: cree que llegarán tarde al restaurante donde ha hecho la reserva.
Entretanto Elisa, que no ha leído ningún artículo sobre los matrimonios exitosos, persevera en su enfoque analítico. Hipótesis 2: en realidad fue siempre Joaquín quien generó y mantuvo llamativas las conversaciones, y ella quien pasivamente contestó a sus preguntas, rió de sus bromas o lo consoló si alguna vez hizo falta. Entonces, el silencio espeso que los separa como una membrana invisible tendida entre los asientos del Yaris Sport no se debe tanto a una falta de tema de conversación per se, como a una falta de interés, por parte de Joaquín, en proponer cualquier tema que valga la pena. Porque claro, cuando aún no estaban casados, él no quería que ella lo dejara, y, durante los primeros años de su matrimonio, él no quería verlo fracasar; pero la costumbre ‒razona Elisa‒ va matando el temor a perder lo que se tiene y minando los esfuerzos que uno hace por conservarlo, entre ellos el de buscar un buen tema cuando se lo requiere. Como corolario de su razonamiento, Elisa se permite odiar un poco a Joaquín porque él no valora su matrimonio como debiera.
Sin embargo, Elisa es justa y se pregunta si eso mismo no le estará sucediendo a ella, si no habrá perdido ya el temor a perder a Joaquín, y debe confesarse que, aunque la respuesta no es definitiva, se acerca peligrosamente a un sí despreocupado. Para ser franca, hace tiempo sabe que su matrimonio se sostiene con precariedad sobre una forma viciada de la inercia, y que, ante ese escenario poco auspicioso, ha optado por la pasividad, como quien enferma y, en lugar de cuidarse y tomar medicamentos, de ir al médico o de quedarse en cama, sigue con su vida, confiando en que la naturaleza se encargará por sí sola de poner las cosas en orden. Antes de preguntarse a qué se debe ese zumbido lejano que viene en aumento, Elisa piensa en la palabra “equilibrio”.
El zumbido, ahora potente, se debe a una Explorer que los adelanta vertiginosamente en una curva, por la pista derecha. Elisa lanza un grito ahogado. «Imbécil», murmura Joaquín, y hace un cálculo mental que sitúa la velocidad de la Explorer entre los ciento cuarenta y los ciento cincuenta kilómetros por hora.
‒Debe ir a ciento cincuenta por hora ‒le informa a Elisa.
‒Hay cada energúmeno al volante ‒responde ella.
Antes de que alcancen a darse cuenta muy bien de qué está sucediendo, la Explorer comienza a zigzaguear, rebota contra la barrera central de contención, se da dos vueltas de campana, pasando a centímetros del capó del Yaris, y se detiene volcada sobre la berma. Joaquín frena, controla el volante, el auto se detiene. Están a pocos pasos de la camioneta, humeante y retorcida.
‒¿Estás bien, amor? ‒pregunta Joaquín, sin quitar la vista de la camioneta.
Elisa no responde. Quisiera hacerlo, decirle que no, que no está bien, pero no le salen las palabras. Joaquín abre la puerta.
‒Voy a… ‒Joaquín pelea con el cinturón de seguridad, que se le ha enredado‒ Ya vuelvo, amor.
Elisa se queda sola en el auto. Las imágenes comienzan a centellear en su mente, como fotogramas de una película. Joaquín trotando hacia la camioneta. Joaquín parado frente a la camioneta, inmóvil. Otro hombre bajando de otro vehículo. Elisa sólo quiere salir del auto y decirle a Joaquín que no vaya hasta allá, que ya es suficiente, pero su cuerpo no responde. Se toca la cara y no la siente. ¿Está muerta? ¿No chocaron los otros? No, no puede estar muerta porque todavía escucha un pitido horroroso. Se tapa los oídos, pero aun así lo oye. Joaquín se agacha y mira a través de los vidrios rotos de la camioneta. El otro hombre trata de abrir la puerta del copiloto, sin éxito. Al costado del vehículo se empieza a acumular un charco de líquido oleaginoso. ¿Sangre? Le cuesta creer que en un cuerpo haya tanta sangre. ¿Bencina?
‒¡Joaquín! ‒Elisa se sorprende de oír su propia voz ‒¡Joaquín, no vayas!
Joaquín no la escucha: está llamando por celular. ¿A quién mierda puede estar llamando? El pitido horroroso continúa y Elisa piensa que han explotado sus tímpanos. Pero no: se trata del panel, que avisa que hay una puerta abierta mientras los focos permanecen encendidos. Elisa gira una perilla y se activan los limpiaparabrisas, que barren el vidrio seco a toda velocidad.
‒¡No vayas, Joaquín!
Por fin, Elisa resuelve arrastrarse por los asientos y salir por la misma puerta que Joaquín dejó abierta.
Al exterior, un golpe de aire frío le azota el rostro. Con él, recupera súbitamente la conciencia de su propio cuerpo y comienza a sentir su corazón, que late a toda velocidad. Se toca las piernas, los brazos, el cuello. Todo está en su lugar. Chocaron los otros.
‒¡Joaquín, no vayas! ¡Hay bencina! ‒Elisa avanza dos pasos y siente náuseas.
Joaquín se da vuelta. La ve. Le hace señas para que se detenga. Elisa se tambalea, pero continúa acercándose. El otro hombre ha desistido de su intento por abrir la puerta. Le dice algo a Joaquín. Joaquín asiente y regresa donde Elisa.
Ella lo abraza.
‒Hay bencina, se va a incendiar ‒le dice, con voz temblorosa.
Joaquín echa un vistazo sobre su hombro. A la distancia, se oye la sirena de un vehículo de emergencia que se aproxima.
‒No te preocupes, no hay bencina.
‒No vuelvas, Joaquín.
‒No voy a volver. Ya pasó, amor. Ya pasó.
El vehículo de emergencia se cuela entre el tráfico ralentizado por el accidente y estaciona junto a la camioneta. Dos hombres bajan e inspeccionan la escena. Iluminan con linternas el interior del vehículo, cuya doble cabina ha quedado convertida en chatarra (chocaron los otros). Dialogan brevemente entre sí y comienzan a instalar reflectores para despejar el área (están muertos los otros). Elisa prorrumpe en un llanto desesperado y sin lágrimas, que mal podría distinguirse de un estremecimiento o de una tos convulsa.
‒Ya pasó, ya pasó ‒dice Joaquín, una y otra vez, tomando su cabeza y acariciándola con suavidad.
El tiempo transcurre ahora de manera sosegada, como al compás marcado por la baliza intermitente del vehículo de emergencia. Elisa siente la caricia de las luces de colores sobre sus párpados cerrados y, poco a poco, se va serenando. Permanece abrazada a Joaquín por debajo de su chaqueta y siente que reconoce con precisión ese cuerpo, esa calidez y esa respiración pausada, lo que de algún modo fundamental quiere decir que todo irá bien. Elisa abre los ojos y ve un bus que avanza lentamente por la segunda pista. Varias personas se aglomeran en las ventanas para mirar. En una de las ventanas, hay una pareja de jóvenes. La joven tiene su cabeza apoyada en el hombro del joven. Está dormida y no ha visto el accidente.
Me gustó mucho este cuento. Felicitaciones!