Cuando se lee algo cuyo plan e intenciones no son obvios y premeditados, no están escritos para provocar y generar estudios académicos, se agradece la honestidad y la ligereza. Aquí hay una historia pero también un tratamiento del lenguaje: no de vigilancia sobre-cuidada de cada palabra como en Zambra, sino un tempo que recuerda el cine feminista de Mizoguchi y el cine y el animé de infancia y huerfanía japonés.
En lugar del conocido conjunto de guiños y gestos, del mentado diálogo con la historia de la literatura, la vigilancia extrema del lenguaje y el acuerdo académico sobre dictadura e infancia -el quick pack creación de la academia para vender algo, sobretodo fuera de Chile- tiene los días contados. Al no comprender esta novela, afortunadamente la dejaron fuera de ese saco (Amaro) o dentro de ese saco, al que no pertenece (Espinosa). O le asignaron una paternidad errada para que calce con su corte de autores dando por cerrado el tema de la infancia y dictadura en narrativa. En fin, cosas de académicas y patotas.
Nos encontramos con una especie de road lárico en donde no se nota el pulso de quien produce prosa como salchichas, ni la ansiedad por la audiencia. Tampoco está esa figura ridícula del escritor de café que firma libros a gente que hace una fila, con el pelo mojado en una librería o un café. Esa figura de escritor de best sellers sólo se ve en las películas y eso creían algunos narradores ingenuos de los años noventa que, afortunadamente, hoy nadie recuerda. Mientras ellos calientan cómodamente el asiento al Tavelli, aparecen novelas como esta.
¿Hay una historia aquí? Sí, hay una historia: la travesía de un padre con una hija. Eso ya es raro ya que el viaje generalmente lo realiza el padre con su hijo, la madre con su hija. El viaje es con el hijo del mismo sexo es poco por lo práctico de compartir las intimidades en cuartuchos y aprender a enfrentar los mismos desafíos y peligros. Pienso en uno de los mejores cuentos de la literatura chilena, Últimos amaneceres en la tierra de Bolaño un cuento de machos en donde el hijo es testigo de las apuestas, la supervivencia, el mundo de su padre rodeado de violencia, inminentes humillaciones y muerte. O en Pianoplayers de Burgess, en donde la niñita tiene su menstruación y se las arregla sola con eso y con el acoso de los otros chicos mientras su padre es un músico ambulante sin talento, que sobrevive vendiendo manuales truchos para tocar piano. Pero en la novela de María José Ferrada no estamos ni en lo sórdido, ni en esa emotividad hispster, esas dos últimas modas. Hay un mundo completamente tenue, lárico, de trenes y venta de mercancías –artículos de ferretería- por una especie en extinción –los vendedores viajeros-, una especie que desapareció con la modernidad.
Creo que la novela nos replantea una lectura nueva de Jorge Teillier: un larismo cuyos enclaves luchan por sobrevivir y no el recuerdo por tiempos pasados que siempre fueron mágicos y mejores en la infancia. Los ítems del mundo de ese precursor del pop que fue Teillier –trenes, Hollywood, perdedores glamorosos, boxeadores, ensueños, lugares que se resisten a una modernidad fea, trucha y más obsolescente que un Mall – cobran una especie de valor, un glamour renovado si se revisita lo lárico desde nuevos enfoques. Hoy a Teillier se lo puede leer desde esa recuperación vital y no desde la nostalgia. Creo que eso pasa también en Hollywood, la recuperación desesperada de una cultura que podría ser arrasada. Los gringos ven amenazados de muerte sus valores culturales, el jazz, y también los materiales obsoletos de persa, máquinas de escribir, cintas de superocho y revistas Ecrán. No es hipsterismo: están aferrados a una cultura que ven desaparecer con trogloditas como Trump.
Lo que aparece en la novela son trenes, vendedores viajeros, una niñita que fuma y que pone caras medio tristes para que los compradores se apiaden y le compren los productos al papá. Se creen listos, tienen trucos para vender, pero si lo vemos a la luz del tiempo que sabemos que pasará y no digamos que amablemente, no son listos: la modernidad los arroyará sin que alcancen a dar cuenta del golpe.
Porque estos personajes que habitan ese tiempo de road movie lárico, ese tiempo lento y detenido de las buenas películas, de trenes y de esos famosos productos de la marca Kramp -como la marca Acme del dibujo animado- avanzan hacia un capitalismo que todavía no mostraba sus colmillos, no estaba maduro ni salvaje, sino que cubierto con esa niebla glamorosa y lárica. Por eso la novela no habla directamente de dictadura, eran los tiempos muertos del post golpe, que no se mencionan. No es obvia para ocupar el recurso de la dictadura y la infancia para ganar puntos.
Es injusto decir que aquí hay blanqueamiento de la dictadura, es no entender nada. Es solicitar a la literatura la porno-miseria y el arte de la extrema pobreza que no otorga ni placer ni análisis de la historia. Esa queja visceral y la indignación no articulan nada, n en términos políticos ni literarios.
La niñita de nueve años fuma serenamente (hay, a todo esto una escritora de Viña que realiza un trabajo de recolección de fotografías y un ensayo sobre niñas que fuman en el cine de los años sesenta y setenta); hace la cimarra para ser partícipe en esa especie de road movie lárico que es la vida de su padre junto a otro vendedor viajero católico y bueno para decir groserías.
La novela es un caballo de troya para traficar matices y visiones de mundo que ningún otro formato aguanta. Y es, por supuesto, una metáfora, pero antes que nada una historia hermosa. En Las batallas del desierto de J.M.Pacheco, un librito de bolsillo de esos rojos de mil pesos que sacó Lom, se nota el retrato del cambio de época desde un México criollo hasta una sociedad moderna llena de yuppies rascas y arribistas. Una sociedad llena de “ejecutivos” que en el fondo no son sino juniors. Pero acá hay vendedores viajeros, trenes, el capitalismo tenía sus dientes de leche que se iban a convertir en colmillos.
Novelas en las que el tiempo avanza y se lo lleva todo. Y más que dolor parece haber una constatación de hechos.
Como en el cortometraje El castillo de arena, que la misma novela nombra donde el viento sopla, forma un animal, otro y otro, un castillo, una civilización de arena. Y luego el viento vuelve a soplar.
Lo que hace que el viento vaya en una dirección o la otra, no es un sistema político, no son nuestras decisiones, ni las que pueda tomar otro respecto a nuestro destino. Lo que marca la dirección del viento (lo descubrió la niñita fumadora) es un insecto de la suerte uno que de tan pequeño solo lograrse en una fracción diminuta de tiempo. Un insecto que lo inclina todo y que cuando se nos cruza parte para siempre la vida en dos.
Creo que este es el mejor libro desde hace muchas décadas que se ha escrito sobre infancia femenina, paternidades y viaje.
Demasiado intelectual el comentario. Emplea términos que desconozco.