Por momentos, el verano en la barriada del gran Paris fue una ruidosa masa de aire caliente, húmedo y estático. Enardecido por la agitación en la calle y a favor de la configuración de los edificios, el caos sonoro subía y se invitaba a si mismo, por ventanas convertidas en megáfonos, al interior de los departamentos, bajo la forma de un eco incomprensible, continuo y fatigante. Abajo, entre autos estacionados y asfalto , los jóvenes enervados gastaron el tiempo como pudieron en un calor sin límites, sofocante. Se gritaron insultos y desafíos unos a otros, para marcar su territorio, en una mezcla entre fanfarronadas de pandilla y bravura marginal, o golpearon ruidosamente, de cuando en cuando, la barrera metálica, epicentro de su joven vida social, para señalar así su exasperación.
Muchos de ellos, hijos de familias venidas de lejos y realidades precarias, desconocían la practica de las vacaciones o no podían permitírselas. Me asomé al balcón de mi departamento con la intuición de encontrar el rayo invernal, congele con silencio, a la ciudad, justo cuando coincide el calor y el ruido. Esa illusión desapareció en un par de segundos. Dejé el balcón y entré. No supe cómo de golpe, solté una frase sin matices: P’tas los negros bulliciosos!.
Apenas terminé la exclamación, mis hijos me interpelan tranquilos, razonables y bien dispuestos a defender sus ideas: «No tiene nada que ver que sean negros, no se habla así». Me defendí de todo racismo e intenté justificar mis palabras. “Es solo humor, tal vez malo, pero es solo eso”, dije, a la espera el rayo invernal produjera un silencio entre yo y mis hijos. “Hay mucha bulla y eso nos afecta a todos”, comenté después.
De todo racismo?. Hmmm…y el del lenguaje, inmiscuido en las frases hechas para repetirse sin pensar en lo que comportan?. Eso quedó a manera de eco interior, en mi cabeza.
«Si cambias negros por muchachos todo cambia», me dijeron mis hijos, alumnos de la escuela pública francesa, que no es perfecta, pero en donde todos estudian juntos. Al cabo de un rato, me asome de nuevo al balcón y, como un mantra para comprender, dije de manera mas coloquial: P’tas los huevones bulliciosos», y sentí a mis vecinos abajo de repente, más cercanos, como si el solo hecho de sacar la partícula sectaria de la frase me pusiera en un plano de igualdad, entre otras cosas, porque, reflejado en mi memoria y espejo, caí en la cuenta, si bien, yo no era tan bullicioso, no por eso era menos huevón.
La tarde caía y la resolana jugueteaba ahora por ahí, entre la brisa fresca que llegaba. La transpiración de aquel día de verano se disipó y llevó con ella algunas viejas toxinas que anidaban en mi lenguaje. Me sentí ligero y fresco y mis neuronas me dieron un “like” en beneficio de la sinapsis donde un prejuicio pasaba piola, disfrazado de humor.